Una nación dentro de otra. Latinos en Estados Unidos

Una nación dentro de otra
latinos en Estados Unidos
 

Ignacio Franco


Crecimiento impresionante

Cuando Estados Unidos arrebató a México la mitad de su territorio tras la guerra en 1848 (los estados de Texas, Nuevo México, Colorado, Arizona, Nevada, Utah y California), nadie hubiera podido imaginar que, a la vuelta de 150 años, se diera el fenómeno de una “reconquista pacífi-ca” como está ocurriendo ahora, al menos demográficamente hablando.

La inmigración latinoamericana hacia EEUU no solamente no cesa, sino que aumenta vertiginosa-mente, sin importar todo lo que el gigante del Norte haga por controlar sus fronteras. La razón de este flujo migratorio es muy simple y tiene un nombre bien capitalista: oferta y demanda de mano de obra. La econo-mía de EEUU, con mucho la más poderosa del mundo, es cinco veces más fuerte que la de toda América Latina en su conjunto y sigue en constante expansión, demandando dentro de una gran gama de oportuni-dades, trabajos duros y relativamente mal remunerados que los estadouni-denses no desean hacer: el campo, servicios de mantenimiento, procesa-doras de carne y frutas, obreros no especializados... Allí entran deseosos los latinos, sin quejarse mucho porque los salarios suelen ser 8 veces mayores que en México ó 18 veces más altos que en América Central.

El exilio latino hacia Estados Unidos está motivado por la miseria, y por eso burla policías en la frontera, falsifica permisos de empleo para poder trabajar y acepta sin queja las labores más duras que se le imponen.

Se dice que somos unos 30 millones de latinos en este país, pero no hay cifras fiables -existen entre 5 y 8 millones de indocumentados y a ellos nadie los cuenta-. De seguir la tendencia actual de inmigración y reproducción, en menos de diez años superaremos a los negros como la “minoría” más grande, y dentro de cincuenta seremos la cuarta parte de la población estadounidense. Ya somos la quinta “nación” de habla hispana en el mundo y para el año 2050 podríamos llegar a ser la segunda con 80 millones, sólo superados por México. Los Angeles es la 2ª “ciudad mexicana en población”, en Nueva York hay más puertorriqueños que en San Juan y en Miami se habla mucho más español que inglés, para nombrar sólo los ejemplos más conocidos.

Los latinos, en pocas palabras, estamos formando una especie de nación dentro de Estados Unidos y hace rato que comenzamos a cambiar el rostro de este país. Pero, ¿quiénes somos?, ¿de dónde venimos?, ¿cómo vivimos la particularidad de ser latinoamericanos en una nación extranjera que es por cierto la más poderosa del mundo?

Buscando nuestra identidad

Los latinos sabemos nuestro país de origen y cuando hemos venido de tierra extranjera, sentimos el orgullo de nuestra patria y mantenemos lazos de comunicación con ella. Cerca del 70% somos de origen mexicano, más o menos el 12% han llegado desde diversas naciones de América Central, otro 12 % de países caribeños como Puerto Rico, Cuba y la Rep. Dominica-na, y tal vez sólo el 6% vienen de América del Sur.

El problema viene con la segunda generación y más allá. Nuestros hijos sufren una crisis de identidad porque no se sienten ya latinoamericanos (y no lo son), y a la vez no siempre se consideran plenamente estadouniden-ses aunque sean ciudadanos de esta nación: son los chicanos, neoyorricans, etc., que a veces ya no quieren o no pueden hablar bien el español.

Algunos sociólogos dicen que somos una especie de pueblo “sánd-wich” atrapado entre América Latina y los angloparlantes de América del Norte, pero muchos estamos descu-briendo que podemos ser una cultura “puente” entre esos dos mundos, un pueblo doblemente mestizo y por ello doblemente rico: nuestra mezcla de sangres y de culturas. Podemos hablar inglés y español, nos sentimos a gusto navegando entre los mundos “ anglo” e “hispano”, somos un pueblo-eslavón entre el norte y el sur de las Américas.

Por otro lado, no ha sido ni es fácil conquistar nuestro lugar aquí en Estados Unidos, tenemos una historia de lucha que se remonta hasta la resistencia de nuestro pueblo a ser asimilado o simplemente borrado por los invasores anglo-sajones. En los años 60, cuando los negros luchaban por sus derechos civiles encabezados por Martín Luther King, nosotros también salimos a la calle para pedir justicia, guiados por líderes como Reyes Tijerina, que luchó por recuperar la tierra de sus antepasados hispanos en Nuevo México; Corky González, organizador incansable de las comunidades chicanas en Colorado; César Chávez, sindicalista de California que luchó por la dignidad de los campesinos.

Hoy en día todavía sufrimos el racismo en muchos sitios, pero luchamos como pueblo para tener el sitio que merecemos en este país.

¿Cantar a Dios en tierra extraña...?

Somos un pueblo de tradición profundamente religiosa, como buenos latinoamericanos, y de mayoría católica. Pero al llegar a este país la Iglesia no siempre nos recibe de buena manera, ya que el catolicismo estadounidense ha olvidado sus raíces en los inmigrantes miserables que vinieron de Europa, se ha vuelto próspero y le cuesta aceptarnos porque somos pobres, de piel morena y hablamos español. Eso hace que muchos busquen un lugar de pertenen-cia en las iglesias evangélicas pente-costales, que a menudo se adaptan mejor a nuestra cultura y necesidades.

Pero sería injusto decir que la Iglesia Católica no se identifica con nosotros. En realidad hace mucho, teniendo en cuenta que para ella como estructura no es fácil adaptarse a nuestra manera particular de practicar la fe, a nuestro idioma; pero puede hacer mucho más si quiere ser fiel al Evangelio. Alan Figueroa Deck, un teólogo chicano, dice que la presencia de los hispanos es una oportunidad de oro para que la Iglesia vuelva de nuevo a sus raíces de solidaridad con los pobres, para que le dé la bienvenida al Jesús con rostro de inmigrante. ¡Vaya reto de inculturación!

Y en el catolicismo estadounidense sí que estamos dejando huella. Ya somos más del 40% en esta Iglesia de 65 millones, la cual cada día se vuelve más morena, más pobre y de lengua española. Dentro de diez años seremos mayoría en la feligresía católica de esta nación, imprimiendo nuestra cultura y calidez latina a una iglesia anglosajona muy organizada y eficiente, pero también muy fría.

Ultimamente hemos comenzado a desarrollar nuestra propia teología, basada en la de la liberación latino-americana pero con nuestros propios tintes y situaciones particula-res como hispanos. Es una teología que va emergiendo con enorme vitalidad, con menos énfasis en los conflictos de clase como en América Latina, pero ponien-do el dedo en otro tipo de pobreza y de marginación: la inseguridad y soledad del inmigrante, la valoración de nuestra cultura y religiosidad popular, la mujer como compañera a la par con el hombre en la liberación. También tendemos a ser más ecuménicos que nuestros primos al sur del Río Grande, lo cual se explica fácilmente porque vivimos en una sociedad mucho más plural.

Un futuro de luces y sombras

Las impresionantes estadísticas de nuestro crecimiento demográfico entusiasman a unos pero alarman a otros. En el Congreso norteamericano se piensa que somos algo así como el pueblo de Israel en Egipto: el pueblo pobre que se reproduce muy de prisa y que puede ser una amenaza para el Imperio; por doquiera hay controles de frontera y restricciones inmigratorias más estrictas para detenernos. En realidad no somos amenaza para nadie, sino ayuda para todos. Nuestras patrias en América Latina nos excluyeron y expulsaron con políticas de miseria, pero ahora paradójicamente nuestras remesas de dinero son la primera o segunda fuente de ingreso para las patrias que nos dieron la espalda, y a Estados Unidos le proporcionamos la mano de obra barata que demanda su potente supereconomía. No nos van a echar porque no pueden prescindir de nosotros.

Somos un pueblo joven con un potencial ilimitado, pero también somos un pueblo vulnerable en muchos aspectos: no estamos suficientemente organizados, casi no tenemos poder político en Estados Unidos y la tentación del consumismo desenfrena-do también nos afecta. Por otro lado, estamos aportando valores que la sociedad estadounidense ya ha perdido, como la sólida vida de familia, el sentido de la celebración y la fiesta, la entereza ante la adversidad...

Nuestro desafío consiste en conservar lo positivo de las raíces latinas y adaptar lo que también hay de nuevo en la cultura anglosajona, teniendo la sabiduría de rechazar lo negativo de ambas culturas. Si logramos hacer esa síntesis podremos cumplir lo que parece ser nuestro destino histórico: ser un pueblo-puente para mostrar solidaridad con América Latina quitándole la venda de los ojos a la América del Norte.

 

Ignacio Franco

Delaware, EEUU