Teología de la liberación: momento ideológico de una praxis

La teología: comunicación militante y agraciada.
Ser, como Dios, defensora militante del pobre
 

Jon Sobrino


1. Un mundo nuevo necesita una nueva conciencia colectiva. Y lo que tiene capacidad para generarla es, ante todo, la fuerza de la misma realidad: la generosidad y verdad de un Monseñor Romero, la de las silenciosas víctimas del Congo, la de la generosidad de la solidaridad... por ejemplo. Esa realidad quiere tomar la palabra, quiere «comunicarse», y una vez comunicada -la realidad, no sólo una doctrina sobre ella- produce conciencia colectiva que configura a la Humanidad. Según el lema de la Agenda de este año: «para una Humanidad otra, otra comunicación».

Lo dicho se aplica también a la teología. Ésta, en definitiva, pone en palabra la realidad de Dios y de la historia. Si no se contenta con ser sólo doctrinalmente «verdadera» sino también históricamente «salvadora», en su propio ser y hacer debe «comunicar» realidad que salva. Y -añadimos- debe hacerlo «militantemente», es decir, con conciencia de que en ello le va su identidad y relevancia.

Hablando de «militancia» hay que comenzar dicendo que existe una descomunal «batalla» por parte de los poderosos por apoderarse del lenguaje, por definir e imponer lo que es «políticamente correcto» y enterrar lo que no interesa. Y esto ocurre también en teología: ¿Qué queda de aquel «Jesús histórico» que sacudió mentes y conciencias, de aquel «Reino de Dios», y del «Pueblo de Dios» del que habló el Vaticano II? Sobre todo, ¿qué queda de aquella «inserción» en medio de opresiones y masacres, de utopías y generosidad sin límites, del testimonio martirial y la «Iglesia de los pobres», de lo que habló Medellín con mayor vigor que el Concilio? ¿Qué queda de aquel vivir y desvivirse, en la calle y en el templo, en la piedad y en la academia, de lo que llamamos la «opcion por los pobres»?

Indudablemente algo queda. Quizás queda mucho en lo escondido, pero también se entierran esas realidades, y hasta el lenguaje parece desaparecer. Y a veces eso ocurre en nombre de «nuevos paradigmas». Es cierto que cambian los paradigmas, pero existe lo «metaparadigmatico», lo que está más allá de los paradigmas cambiantes, lo cual no debe dejar de existir porque lo silencie el lenguaje. El «sígueme» de Jesús, el «bajar de la cruz a los crucificados» de Ellacuría, «la gloria de Dios en el pobre que vive» de Romero… atraviesan y sobreviven a cualquier paradigma.

2. Pues bien una teología «militante» -en el lenguaje y sobre todo en la realidad- está siempre en trance de ser enterrada, por su peligrosidad, pero está siempre también en trance de resurgir por su necesidad. Y esto es así –pensamos- no tanto por el temperamento del sujeto que hace teología, sino porque hay en su objeto -el misterio de Dios y de su Cristo- algo que exige militancia como riesgo y como bendición.

¿Cómo habla nuestro Dios? «He escuchado clamores intolerables que no me dejan en paz… Voy a salir de mí mismo y voy a bajar a liberarlos… Y a ustedes -nosotros- no se les ocurra venir a mí con cantos piadosos ni siquiera irenistas... Sus manos están manchadas de sangre. Lávense»...

No todas las divinidades hablan así -ciertamente no las que se enseñorean secularmente ahora de Occidente-, pero así habla nuestro Dios. Un creyente -y un teólogo- no puede ir más allá del misterio de ese Dios. Tiene que participar -sea cual fuere su temperamento- en ese militar de Dios contra el pecado del mundo, contra los ídolos que dan muerte por millones, que hacen desaparecer del planeta la vergüenza y la decencia, y que implantan lo impúdico.

Pero lo primero y lo último de ese Dios militante nada tiene de hosco e iracundo, mucho menos de egoísta y arrogante, de despechado, por así decirlo, porque a él le vaya mal con nuestras maldades… Lo primero y lo último suyo es más bien compasión y ternura, bondad y amor. Es el Dios que ve sufrimientos y escucha lamentos -recordemos los cuatro millones de muertos en la guerra ignominiosa y sileciada del Congo-, y todo ello llega a sus entrañas. Y entonces Dios es militante de otra manera más primigenia: es maternalmente militante. Y por ello, la teología no se puede hacer sin maternalidad, como bien lo dijo Juan XXIII de la Iglesia: la Iglesia es ante todo madre, partera de humanidad. Después viene lo de ser maestra. Ellacuría gustaba de repetirlo de la Iglesia y de la teología. Y bien sabía lo que decía al hablar de magisterialidad.

Según esto, para la teología, «militancia» es en definitiva alistarse decididamente en las filas de un Dios que arremete contra la opresión, la injusticia, la mentira y la muerte para vencer en la única batalla que en definitiva le interesa: la de la bondad. Hacer teología militantemente es introducirse en la batalla que empezaron otros -los opresores- y convetirse, como Dios, en defensor militante del pobre. En esa bondad le va a Dios su ser Dios y -por ello- le va a la teología su ser teología.

Militancia es estar a favor de esa bondad, desmedidamente. Y, simultáneamente, es estar en contra de lo que se le opone, no simplemente de lo que la niega. Hoy en día, tanto el Dios -el de vida- como el anti-Dios -ídolos, antirreino-, tanto la gracia, la inmensa bondad en el mundo, presente desconocidamente entre los pobres, lo que hemos llamado la santidad primaria, como la maldad que campea escandalosamente, hacen que la teología cristiana tenga que ser militante. Y añadamos también que tanto el compromiso con aquello que es bueno y verdadero -pues no todo es igual-, como el politeísmo- que, en Occidente al menos, juega a nuestro favor…-, todo ello demanda militancia de la teología. En principio la militancia no proviene de instintos iracundos, conspiradores o -comprensiblemente- contestatarios, lo cual puede venir después. La militancia le viene a la teología de su objeto: Dios.

3. La teología aborda a Dios, su objeto, haciendo uso de la inteligencia, y, también, el uso correcto de ella la hace «militante». Ese uso correcto, en las conocidas palabras de Ellacuría, consiste en tres cosas. La primera es «hacerse cargo de la realidad», estando activamente entre la realidad de las cosas. «Militancia» significa aquí que el teólogo no sea mero espectador, por supuesto, pero ni siquiera tampoco «mero» pensador -aunque ojalá haya muchos y profundos-, sino que se deje afectar por la realidad de las cosas, antes que éstas hayan sido tamizadas por la doctrina e incluso -aunque no se puede evitar el interés que mueve al conocer- por el sentido que las cosas tienen para nosotros. «Militantemente» hay que dejar que la realidad sea lo que es, que tome la palabra. Al menos, hacer el esfuerzo.

La segunda es «encargarse de la realidad»: llegar a conocer y aceptar el encargo que la realidad nos hace, simplemente por ser lo que es. Es la dimensión práxica de la inteligencia. Militancia es, entonces, pensar «encargándose» de la realidad, y pensar mucho y bien -para que nadie piense que con la militancia se desdeña el pensamiento y se cae en el mero activismo. Dicho sin ninguna hybris, se trata de encargarnos de Dios, de su Reinado. En este sentido decía Ellacuría que la teología es el «momento ideológico de una praxis». En ese mismo sentido hemos entroncado la teología en la tríada teologal: es el intellectus fidei, en la línea de Agustín. Es también el intellectus spei, en la linea de J. Moltmann. Y sobre todo es el intellectus amoris, historizado de diversas formas como intellectus misericoridiae, iustitiae...

La tercera es «cargar con la realidad»: es la dimension ética de la inteligencia, la cual no se le ha dado al teólogo para desentenderse de, sino para cargar con las exigencias del encargo. La teología debe cargar con lo oneroso de la realidad, lo cual, si de teología cristiana se trata, no deja de ser una tautología. La persecución no es sólo lo que sobreviene a los cristianos por necesidad, como Pablo avisaba desde el principio a los cristianos de Tesalónica, sino lo que debe sobrevenir a quienes piensan cristianamente a Dios en contra de los ídolos, y a los que se encargan del Reino en contra del antirreino. De una u otra forma, acabarán como mártires, como Jesús -mártires jesuánicos-. Y habrán sido mártires por haber sido teólogos.

4. La teología debe ser «militante», pero no sólo eso: debe ser «agraciada», con igual radicalidad y con prioridad lógica, tanto por lo que toca al objeto de la teología, como al sujeto que la hace. Objetivamente, se nos ha dado una buena noticia, un evangelio. Es lo que viene de fuera -o si se quiere de lo más profundo de nosotros-, pero no es producto de nuestras manos: «Ha aparecido la benignidad de Dios». «Con Jesús nos vino la gracia y la verdad», y en él se ha revelado -contra toda expectativa- el «ecce homo». Eso es evangelio, la gracia como objeto.

Pero la teología también es «agraciada» en el sujeto. También «el hacer» teológico se nos da, no en todos sus elemenos conceptuales, por supuesto, pero sí en su dinamismo fundamental. Lo he reptido muchas veces, pero no encuentro mejor fórmula para expresarlo que estas palabras de Rahner: «Creo que ser cristiano es la tarea más sencilla, la más simple y a la vez aquella pesada carga de que habla el evangelio. Cuando uno carga con ella, ella carga con uno, y cuanto más tiempo viva uno, tanto más pesada y ligera llegará a ser. Al final sólo queda el misterio». En la terminología que hemos usado antes; cuando inteligimos, no sólo tenemos que cargar con la realidad sino que la realidad carga con nosotros. Es la teología agraciada.

5. Una última reflexión. ¿Cómo es no ya la teología sino el encuentro personal del teólogo con Dios? Cada cual deberá responder por sí mismo, por supuesto. Pero en el contexto de estas líneas, quizás podamos decir lo siguiente.

Por un lado, tanto se ha trvializado la realidad del Dios vivo que han desaparecido algunas de las expresiones más vigorosas de la relación del creyente con Dios. ¿Dónde está aquel luchar de Jacob con Dios? ¿O el «Dios mío, ¿por qué me has desamparado?» de Jesús? ¿O el ponerse «ante Dios con gemidos y lágrimas»? «Militancia» cobra aquí un rostro específico, con sabor no sólo a tragedia griega, sino bíblica y jesuánica. Y por ahí -pienso yo- debe pasar la teología.

Y por otro lado, en ese Dios asoma también un Abba, alguien que no asusta por su lejanía y majestad, sino que atrae por su cecanía y ternura. La Escritura lo dice narrativamente: en la indefensión de un niño, ante una mujer a punto de ser apedreada... asoma en Jesús un misterio que sólo tiene un nombre: amor indefenso, acogedor, entrañable y total. Hoy, en un Monseñor Romero o un Monseñor Munzihirwa, o un Martin Luther King… O en los centenares de miles de mujeres que abandonan Rwanda con un niño en cada mano y con toda la casa en la cabeza.

¿Militancia? Sí. La de la lucha y la del amor, según aquello de González Faus en tiempos de liberación: «Hay que hacer la revolución como un perdonado». ¿Militancia? Sí. La de Miqueas: «Ya se te ha dicho lo que es bueno y lo que el Señor desea de ti: ‘Que practiques militantemente la justicia, que ames entrañablemente con ternura y que camines humildemente con tu Dios’».