Reivindicar el derecho a soñar

Reivindicar el derecho a soñar

Eduardo Galeano


Celebrado defensor de la justicia, el escritor uruguayo Eduardo Galeano acaba de publicar en la Editorial Siglo XXI un libro cuyo título refleja fielmente el quehacer de su vida: «Las palabras andantes». El autor de «Las venas abiertas de América Latina» y de la trilogía «Memoria del Fuego» se pregunta en su nueva obra: ¿para qué sirve la utopía? Y se responde: para caminar.

-Has hecho caminar en tus libros toda la lucha y la esperanza de un continente archioprimido. Tu nuevo libro, ilustrado por el artista brasileño J. Borges, parece más lúcido y festivo ¿Qué significa en tu trayectoria y literaria?

-Hemos trabajado durante tres años y medio en este vuelo de a dos. No sé si será bueno de leer, pero seguro que es hermoso de mirar. Se parece en todo a mi obra anterior. Yo he sido desde siempre alguien que cree que los derechos humanos esenciales no tienen que ver sólo con el pan, el trabajo, la libertad: el derecho a soñar es también un derecho fundamental.

Es más, si no fuera por la fantasía, que le da agua fresca de beber, ¿qué sería de la esperanza en este pobre fin de siglo? La esperanza se nos moriría de sed.

Yo nunca creí que pudieran andar divorciadas la voluntad de justicia y la voluntad de belleza. Son en el fondo dos nombres de la misma cosa. Incluso «Las venas abiertas», cuando se publicó hace ya veinte años, provocó serios disgustos en la comunidad académica porque parecía una novela de piratas aunque se refería a la economía política. Estamos acostumbrados a confundir la seriedad con el aburrimiento.

-¿Qué cosas esenciales han cambiado en América Latina desde que publicaste «Las venas abiertas»?

-Es muy difícil hacer un balance. El siglo veinte vuela -incluso le llamé en el tercer tomo de «Memoria del fuego» el «siglo del viento»-, pero sobrevive, más poderoso que nunca, un sistema internacional de poder, que suele cambiar de nombre, pero sigue trabajando implacablemente contra la gente y contra la naturaleza. Controla los mercados internacionales, el comercio, el dinero, una red electrónica del poder cada día más omnipotente en el mundo de la cultura y la información, es un sistema que funciona en provecho de menos del 20% de la humanidad, y constituye una maldición para el resto.

-Las acciones de las dictaduras -que viviste en carne viva y retrataste especialmente en «Días y noches de amor y guerra»- se han salvado con la impunidad. ¿Cómo lo han vivido ustedes, las víctimas de la barbarie?

-La impunidad estimula el delito, entre los individuos y entre los países. No se necesita ser Freud para saber que es imposible esconder la basura de la memoria debajo de la alfombra. Se nos ofrece ahora la amnesia como el precio de la democracia. Pero sabemos que la pérdida de la memoria hipoteca el porvenir. Quien no puede aprender del pasado queda condenado a aceptar el futuro sin poder imaginarlo. Es curioso que se nos considere enemigos de la democracia a los que queremos que se apoye sobre la sólida base de la justicia y no sobre el peligroso fantasma de la desmemoria.

Pero te diría que hay otras formas de la impunidad, de las que se habla poco o nada, y que son también muy peligrosas. Por ejemplo, la impunidad de los políticos profesionales, que tanto daño está haciendo a las democracias recién nacidas en tierras en las que el poder es como un violín, que se toma con la izquierda, pero se toca con la derecha, y donde es habitual que los políticos formulen desde el llano promesas que luego traicionan desde el poder. Y también me refiero a la corrupción, a los que confunden la democracia con un negocio privado.

-¿Y servirá todo el dolor sufrido para que al menos no vuelva a reproducirse una opinión pública que diga lo de “por algo será” para justificar las violaciones de derechos humanos?

-Y también sectores que decían “no hay nada que hacer, dejémoslo así”, como si el afán de justicia fuese un afán de venganza. No sé si va a cambiar, sólo puedo desear que cambie, en la medida que deseo que nuestras tierras, nuestras gentes, conquisten una salud democrática que todavía no tienen.

Hay en verdad en países como Uruguay una libertad política indudable, y los pulmones agradecen el buen aire de libertad que se respira después de tantos años de terror, pero de algún modo la democracia política sigue siendo el rehén de las estructuras económicas, sociales, y diría que también culturales, que son esencialmente antidemocráticas; estructuras que niegan a la mayoría de la gente en los hechos, los derechos que la Constitución les brinda en el papel. Y creo que eso no es un destino, sino el desafío que tenemos por delante.

-Vemos en los últimos tiempos que exdictadores como Pinochet o Videla se autojustifican en función de que lucharon contra el comunismo, y a la vez que en países como Italia gran parte de la sociedad se apunta de nuevo a opciones posfacistas. Parece que se olvida rápido que las dictaduras fascistas llegaron al poder en medio de crisis económicas o cuando movimientos de izquierda podían acceder al poder. ¿Hay peligro de una vuelta al pasado?

-Te diría que lamentablemente sí, aunque es probable que el fascismo adopte ahora formas nuevas. Hay una evolución de la tecnología que hace que la política opere con modalidades diferentes. Tenemos que luchar para evitar que el miedo mande. El fascismo es hijo del miedo, del miedo a perder el trabajo, por ejemplo, a que los pobres salten el muro que separa el norte del sur, mucho más grande y sólido que el de Berlín, que separaba a las democracias occidentales de ese sistema burocrático que decía llamarse comunismo. Incluso del miedo a la libertad.

El hecho de que este mundo no padezca una tercera guerra mundial visible no alcanza a esconder sus crímenes invisibles en las estadísticas, los niños que continuamente mueren en eso que llaman el tercer mundo para sacárselo de encima, y también los crímenes que se cometen cotidianamente cuando el 20 por ciento de la humanidad que ostenta el privilegio del derroche envenena impunemente el aire, el agua y la tierra de todos los demás. Y los crímenes que cada día comete este sistema universal de poder contra los vínculos comunitarios y solidarios que en otros tiempos unían a la gente. A mí me da mucha angustia el hambre de pan, que es el que sufre en grados diversos la humanidad, pero hay otro hambre, el hambre de abrazos, y sobre eso también escribo.