Refugiados y emigrantes: La integración de los diferentes

Refugiados y emigrantes:
La integración de los diferentes
 

Francesc Carbonell I París


Reflexionar sobre las políticas educativas que pretenden reducir la exclusión social nos invita a revisar un concepto polémico del cual la LOGSE ha hecho bandera: integración. Un concepto al parecer tan elástico en su significado (elástico de tanto tironear de él desde todas las esquinas del mapa sociopolítico) que ha ido viendo como se desdibujaba su sentido preciso, si alguna vez lo tuvo, y gracias a ello ha podido ser incorporado sin ningún rubor a discursos opuestos en su intención y en su contenido. Estamos de acuerdo en que el nombre no hace la cosa, pero no hay duda que puede ayudar a concretarla o, al contrario, puede ofuscarla, de manera que un profano puede pensar que todos hablamos de lo mismo cuando usamos la palabra integración, y no es así en absoluto, más bien, en ocasiones, es todo lo contrario.

Integración y conciudadanía

No voy a cansar al lector con definiciones de diccionario, porque me temo que, además, no adelantaríamos mucho por este camino. En el terreno de las ciencias sociales, hay términos que están cargados de tantos referentes ideológicos, que no sirve de mucho recurrir a los diccionarios convencionales. Sólo un buen diccionario, muy especializado (y actualizado), puede acercarnos a la complejidad del sentido sociopolítico y educativo de una palabra como integración, y en los que yo conozco, no se profundiza suficientemente en este término.

Y no debe extrañarnos. Reconozcamos que esta preocupación por la integración es una cuestión moderna, muy propia de nuestros tiempos. No hace tantas décadas que persistía, como una práctica absolutamente generalizada, separar de la sociedad a todos aquellos humanos que por una u otra razón se consideraban distintos, manteniéndolos apartados, recluidos, escondidos en espacios específicos para ellos, con el pretexto de que así se les podría atender mejor. La verdad es que eran percibidos, tratados y recluidos como un estorbo que molestaba e incomodaba cuando no producía abiertamente miedo o repulsión.

No seré yo quien se atreva ni siquiera a insinuar que en cuestiones de integración social ya está todo hecho, ni mucho menos, pero debemos reconocer que, poco a poco, las cosas parecen ir cambiando. Los enfermos de SIDA, por ejemplo, en otros tiempos habrían sido confinados sin contemplaciones a alguna isla semidesierta como se hacía con los leprosos o con otras víctimas de enfermedades contagiosas. No, no está todo hecho, incluso es cierto que el camino que queda por recorrer es muchísimo más largo que el que llevamos andado, sin embargo hay que admitir que, aunque poco, hemos empezado a movernos.

Personalmente el debate sobre la integración me interesa especialmente. Mi implicación a distintos niveles con inmigrados procedentes de países empobrecidos por nuestra codicia, hace que siga con especial atención los discursos públicos y las conversaciones privadas en las que se trata este tema. “Integración” aparece siempre como una palabra mágica, que en boca de todos, resume finalmente todos los objetivos y los proyectos que, por uno u otro camino, buscan una respuesta a la cuestión que algunos representantes de la administración se atreven a plantear en estos términos: “¿qué hay que hacer con esos inmigrantes?” .

Según las estimaciones de los expertos, en España probablemente vive un número mayor de gitanos que de inmigrados refugiados económicos. Sin embargo, el debate de los técnicos y las políticas sobre integración social se vuelcan hoy por entero en los extranjeros. Debe ocurrir alguna desgracia para que nos acordemos de vez en cuando de los gitanos. Sin embargo, amplísimos sectores de la comunidad gitana están todavía muy lejos de haber alcanzado el estatus de conciudadanos. Y digo con-ciudadano para distinguir la ciudadanía de derecho (que sí distingue a los gitanos, con su nacionalidad española y su deeneí, de los extranjeros) de la ciudadanía de hecho que es la que nos otorga el reconocimiento cotidiano de la igualdad de derechos por parte de nuestros vecinos, es decir la conciudadanía. Y en su no-integración conciudadana, por desgracia, ya no se diferencian tanto los gitanos de los extranjeros.

Pero no nos desviemos de nuestro primer objetivo que era intentar acotar el significado del término “integración”, precisar, por lo menos, cual es el sentido que, a mi juicio, habría que darle a esta palabra, aunque sólo sea una convención para saber de qué hablamos a lo largo de este artículo. Vamos a ello. Pero para facilitarme la tarea, usaré el antiguo truco de empezar por decir qué no es la integración.

Qué no es la integración.

Integración no quiere decir lo mismo, por ejemplo, que sumisión. Aunque muy a menudo se utiliza con este sentido, como se puede observar, a veces, sin ni siquiera tener que recurrir a leer entre líneas. Si lo que queremos es que los gitanos y los extranjeros pobres que llegan a nuestro país de sometan sin decir ni pío a nuestras costumbres y a nuestras normas, ya que para esto estamos en nuestra casa; si creemos que: ¡ni hablar!; ¡no faltaría más!; ¡huéspedes vendrán que de casa te sacarán!; ¡aquí han venido a trabajar y a obedecer, y si no les gusta que se larguen!... y otras lindezas por el estilo, entonces no debemos decir que queremos que se integren, debemos decir que queremos que se sometan (o que se vayan). Casi como si fuesen esclavos, de los cuales lo único que nos interesa es su fuerza de trabajo, si se mantiene a bajo precio. Démonos cuenta de que no exagero, sólo hablo con menos eufemismos, si afirmo que, en nuestra consideración, en este caso, ocupan un lugar a escasa distancia de los animales domesticados. Y como siempre hay alguno que no quiere someterse, en lugar de exclamar “¡está claro que son ellos los que no se quieren integrar!” será más exacto que reconozcamos que siempre los hay que cuesta un poco más de hacerles hincarse de rodillas. Los que no se dejen domesticar, como no nos son útiles, los expulsaremos de nuestra comunidad como ya nos enseñaron a hacerlo nuestros antepasados: fuera del pueblo, fuera del país si es posible. Y si no podemos, los expulsaremos de nuestros barrios y de nuestras escuelas: a los ghettos, a las cárceles...

Integración tampoco quiere decir asimilación, aunque la confusión entre los dos términos es también muy frecuente. Si un grupo mayoritario absorbe uno minoritario, de manera que los miembros de este último lleguen a confundirse con los del anterior, perdiendo sus hábitos alimentarios o de vestuario, sus valores básicos y distintivos, incluso su religión y su lengua, llevando este proceso de asimilación hasta el máximo posible, entonces no deberíamos decir –como sí suele hacerse- que, por fin se ha producido la integración. Cuando una cultura se come a otra, la fagocita, la devora, es preciso utilizar un término más propio de las funciones digestivas: la asimila.

No tenemos nada que objetar a los procesos de asimilación que se producen libremente, sin presiones, sin chantajes del grupo asimilador. En ocasiones la admiración que siente el “asimilado” por el “asimilador” es tan fuerte, que su proceso de identificación con él le lleva a una con-fusión y finalmente a una fusión total y feliz con el ideal, con el objeto de deseo. Pero la mayor parte de las veces, cuando entre el “asimilado” y el “asimilador” además de diferencias culturales hay una fuerte desigualdad de estatus y de poder, el proceso de asimilación no es tan libre como parece. A menudo el “asimilado” no tiene otro camino para sobrevivir, o para mejorar de estatus, o para que sus hijos no sigan humillados y excluidos. Y cuando no hay otro camino que recorrer y además hay que recorrerlo a la fuerza, la asimilación tiene poquísimo de integración, y mucho de aquella sumisión de que hablábamos en el punto anterior.

De todas formas, tanto si es voluntaria como si es forzosa, no parece adecuado utilizar asimilación como sinónimo de integración, ya que en ella se pierde por completo el capital cultural de una de las partes, que en lugar de integrarse se desintegra. Pero si a pesar de todo éste fuera el tipo de integración que deseara alguien, el que comporta la renuncia absoluta e incondicional de una de las partes a todo aquello que la caracteriza, distingue, identifica y ha dado sentido a su vida durante generaciones, entonces este alguien debería llamar a este proceso por su nombre: asimilación.

Integración tampoco quiere decir sólo adaptación, que es una parte de la integración, es su antesala, es el primer paso que debe darse. Si viajo a un país lejano, al cabo de unos días probablemente me habré “adaptado” al clima, al cambio de horarios y de moneda, quizás me costará algún tiempo más acostumbrarme –adaptarme- a sus costumbres gastronómicas o sociales... pero si simplemente es éste el nivel de integración que deseamos, mejor será llamarla también por su nombre: adaptación. La integración a mi modo de ver exige alguna cosa más, alguna transformación social más profunda.

Es muy frecuente, demasiado, por desgracia, ver personas perfectamente adaptadas –adaptadas a su sino, acostumbradas a su desgracia- pero nada integradas, más bien “desintegradas”, marginadas. Algunas de ellas, las llamadas minorías involuntarias por Ogbu, se han “adaptado” tanto a su desdicha, que incluso las generaciones siguientes han perdido cualquier expectativa o esperanza de cambiarla, aceptando su situación de exclusión con el fatalismo de una casta inferior.

A pesar de todo, desde algunas instancias políticas y sociales, desde algunas administraciones –entre ellas la educativa- en ocasiones el modelo de integración que se postula es el resultado de una mezcla de estos ingredientes: sumisión (a las leyes, normas y costumbres dictadas por la mayoría), adaptación (a sus precarias condiciones de vida, a la explotación que sufren) y asimilación (a los valores y características culturales de los que tienen el poder). En ocasiones las diferencias entre distintos programas se limita a la proporción con que se usa cada uno de estos tres ingredientes. Es claro que no estamos refiriéndonos al nivel de los discursos que son casi siempre políticamente correctos. Nos referimos al nivel de las intervenciones prácticas, cotidianas. Como suele decirse: dejémonos de teorías (¿o se dice “tonterías”?) y vayamos a lo práctico. Y lo práctico es un modelo de “integración” que responde al deseo de obtener su docilidad en lo que se refiere a la vida pública, aceptando como un mal menor (ya que no hay más remedio, y siempre a disgusto) que mantengan su lengua y sus costumbres sólo en el ámbito de lo privado. Se llega a reconocer, en un exceso de generosidad y progresismo, la necesidad de respetar su “cultura” (insistimos: siempre sólo en el ámbito privado) con la esperanza que las futuras generaciones ya irán abandonando todo lo que ahora los hace “diferentes”.

Yo también estoy de acuerdo en el “derecho a la indiferencia” en la línea en que lo reivindica Delgado, en el sentido de respetar la libertad de creencias y la intimidad de cada persona y cada familia, sin hacer un debate público de las cuestiones privadas. Pero esto no quiere decir reprimir al ámbito de lo privado determinados aspectos socio-culturales sólo de los grupos minoritarios, convirtiendo los espacios privados, familiares, vecinales de las minorías en zonas de encapsulamiento étnico y espacios de exclusión social. Si esta separación fuera posible, que no lo es, (además la distinción entre lo que es público y lo que es privado dista mucho de ser la misma para cada grupo cultural) estaríamos ante una forma light del apartheid, una especie de apartheid cultural.

El conocimiento, la expresión y el reconocimiento de las creencias y del patrimonio cultural de una comunidad, deben poder ser tan públicos en los grupos minoritarios como lo puedan ser en el grupo mayoritario. La conciudadanía de que hablábamos exige esta simetría. Sin otra limitación que las que nos imponen unas mismas leyes para todos. Unas leyes que en ocasiones habrá que revisar y matizar, ya que fueron redactadas para una sociedad monocultural y en ocasiones chirrían al aplicarlas a las nuevas circunstancias que plantea la convivencia pluricultural. Deberíamos ver como natural que estos problemas de adecuación nos obligaran a considerar, mientras tanto, la necesidad de reconocer ciertos “atenuantes culturales” a la hora de juzgar determinados comportamientos que entren en conflicto con nuestros valores. Sin olvidar la norma básica de convivencia, especialmente en una sociedad multicultural, que dice que el respeto a las personas debe mantenerse siempre por encima y a salvo del posible desacuerdo con sus ideas o sus actuaciones.

La integración desde perspectivas más críticas.

Pero no todo se reduce a combinar en distintas proporciones la sumisión, la asimilación y la adaptación. Hay otras maneras de ver las cosas. Afortunadamente también hay quien argumenta, por ejemplo, que es difícil, pero necesario y conveniente, enriquecernos mutuamente con la diversidad. Que los pueblos más cerrados, con menos influencias de otros pueblos, son los que quedan y han quedado más atrasados siempre, no sólo en estos tiempos de frívola globalización.

Está claro: quienes así piensan toman como punto de partida –y hacen bien- que todas las culturas, todas, son entes vivos, en continua evolución, en lugar de considerarlas cristalizadas y puras como un diamante tallado que debemos legar a nuestros herederos. Esta visión de la cultura como un patrimonio inerte, muerto y momificado, es propia de los llamados esencialistas (que son los que defienden tesis parecidas a las que no hace mucho defendían en Cataluña el Sr. Barrera o la esposa del presidente Pujol). Éstos fundamentalistas culturales, por denominarlos con una feliz expresión acuñada por Verena Stolcke, sólo subrayan, en su percepción de la evolución y el progreso, el riesgo, el peligro siempre presente de perder “la identidad” (siempre en singular, como si sólo hubiese una, igual para todos los de su grupo), de perder el legado cultural de los ancestros. De hecho, lo que tienen miedo de perder son sus privilegios como clase dominante, y para conservarlos recurren al viejo truco, siempre efectivo, de manipular el miedo de sus votantes, amenazándoles con profecías de graves catástrofes que nos vendrían inexorablemente encima si acogiéramos a los “diferentes”, entre nosotros, en condiciones reales, no sólo teóricas, de igualdad de derechos y deberes.

Creo, pues, que la única integración éticamente defendible es la que parte de la aplicación radical del artículo primero de la Declaración de los Derechos Humanos: Todos los seres humanos nacen libres e iguales en dignidad y en derechos, y dotados como están de razón y conciencia, deben comportarse fraternalmente los unos con los otros.

Si suscribimos este primer punto de los DDHH, deberíamos estar absolutamente en desacuerdo tanto con el asimilacionismo (siempre sólo cultural, claro: la diversidad cultural no se tolera, en cambio la desigualdad social no sólo se tolera sino que se mantiene y se provoca), como con la integración cultural forzada, es decir, la que sufre el sujeto obligado por presiones más o menos directas y a menudo violentamente. Serían éstas unas falsas integraciones. Serían una sumisión constreñida, fruto del racismo culturalista, que se cimienta en unos principios y una ideología que considera a los marginados los únicos culpables de su exclusión, por el hecho de emperrarse en querer ser diferentes. Una ideología que, como sabemos, utiliza la diversidad cultural precisamente como pretexto y legitimación de la exclusión social. Se confunde así diversidad con desigualdad, y se afirma, sin vergüenza alguna, que la pobreza no está ocasionada por el injusto reparto de la riqueza, sino por el “atraso cultural” en que viven los pobres y los excluidos. Cínicamente se hace de esta manera a los pobres culpables de su pobreza. Y el lema pedagógico que respondería a este igualitarismo hipócrita sería aquel que dice (y que se aplica en infinidad de centros): tratémosles igual en aquello que son distintos de nosotros y tratémosles de distinta manera en aquello que son iguales.

Una autonomía responsable y crítica como objetivo.

En las antípodas de estos planteamientos, si queremos respetar esta igualdad en dignidad y derechos que defiende el artículo primero de los DD.HH. será preciso fomentar un trato individualizado, en función de las características personales de cada alumno, facilitando y acompañándole en el proceso de una “integración” libre e interactiva, es decir, que nazca de la voluntad del sujeto de ir construyendo su identidad a lo largo de su vida, en función de sus interacciones con los demás, replanteando sus valores según y cuando le parezca más oportuno y a la velocidad que más le convenga, con el objetivo final de poder gozar día a día de la mayor autonomía personal, crítica y responsable posible.

Pero, con lo que acabo de decir, ya se ve que no creo que dependa sólo de la voluntad del grupo minoritario, ni del esfuerzo o constancia de sus acciones, el que se produzca esta deseada integración. No tengo ninguna duda en que es mucho mayor la responsabilidad del grupo mayoritario que la del grupo minoritario en la consecución de este proceso de integración. Su responsabilidad mayor se debe a que en sus manos está el poder y los recursos necesarios para iniciar este proceso y para crear las condiciones favorables para que se produzca. Parece obvio: a más poder mayor responsabilidad, pero no es tan obvio, al contrario, lo que suele tenerse por evidente e indiscutible es que la responsabilidad mayor en el proceso de integración corresponde al “distinto”, al que acaba de llegar y que, por no tener, no tiene ni papeles.

Por eso, mientras persistan la inseguridad y la precariedad que caracterizan el actual estatus de los excluidos (no sólo de los inmigrados extracomunitarios, aunque a éstos hay que añadir la inseguridad particular de ser extranjero pobre), mientras no se reconozcan sus derechos cívicos y políticos fundamentales, es decir, mientras no se reconozcan plenamente sus derechos de ciudadanía, pretender su integración es un sarcasmo, o como decíamos más arriba, una confusión intencionada entre integración y sumisión. No deberíamos esperar a que se “integren/sometan” para “darles” la ciudadanía, como se está exigiendo desde el poder de turno. Es justo al revés: es preciso reconocerles desde el primer momento como ciudadanos, si queremos conseguir una sociedad integrada.

Dice San Román que desde nuestra posición de poder no hay ninguna razón para tolerar ni para llegar a acuerdos a los que no necesitamos nosotros mismos llegar, como no sea por un imperativo religioso o por filantropía. Disiento amigablemente pero contundentemente de esta afirmación. No es por filantropía, ni por piedad, ni por caridad que debe imponerse este cambio de perspectiva, sino por pura justicia, por exigente aplicación de lo que ordenan las leyes vigentes, desde los derechos humanos hasta la Constitución Española, la cual, por cierto, en su artículo nueve, afirma rotundamente: Corresponde a los poderes públicos promover las condiciones para que la libertad y la igualdad del individuo y de los grupos en los que se integra sean reales y efectivas; remover los obstáculos que impidan o dificulten su plenitud y facilitar la participación de todos los ciudadanos en la vida política, económica, cultural y social. Ya basta de recurrir a la compasión. Exijamos de verdad a los poderes públicos que ejerzan su función. Especialmente al poder judicial, pero también al legislativo.

Pero no nos desviemos de nuestro tema. Aunque en ocasiones lo haya hecho a golpe de hacha, creo que poco a poco he ido perfilando mi propuesta de definición de integración, una de cuyas características es que debe verse simultáneamente como un proyecto, un derecho y un deber social. La integración de dos grupos diferentes, a partir de este reconocimiento inicial de conciudadanía, será como un fruto que lentamente irá madurando, a partir de una voluntad activa e inequívoca por ambas partes (las dos comunidades), de resolver positivamente los inevitables conflictos que la convivencia en la diversidad de valores y costumbres provocará. Por lo tanto, creo que la integración es una forma de liberación colectiva que ni se pide, ni se ofrece, ni se puede dar; es preciso ganarla, día a día, con el ejercicio por parte de todos de una conciudadanía militante, que comporte la lucha contra toda clase de exclusión y a favor de una verdadera igualdad de oportunidades y derechos. Lo cual nos obliga también a que se den tres condiciones sine qua non: 1) que todos los seres humanos sean considerados sujetos y no objetos en este proceso de integración colectiva; 2) que todas las personas sean reconocidas como fines en sí mismas y nunca como medios al servicio de otros; y 3) que todos y todas puedan, en la medida en que pueda serlo un ser humano, dueños de su destino, y puedan tener acceso a las herramientas que lo posibiliten.

La integración, es pues, en resumen, un proyecto utópico: el proceso de construcción de un nuevo espacio social (imaginario colectivo, normas y valores compartidos) en el que todos tenemos el derecho y el deber de participar como sujetos actores, en el cual todos nos sentiremos acogidos, reconocidos y respetados. Y como en el viaje a Itaca, sabemos de antemano que tan importante es el camino que vamos haciendo, como llegar al puerto de destino, ya que mientras tanto, vamos construyéndonos los unos a los otros como seres socialmente integrados.

Un epílogo y tres propuestas.

Nadie, nadie con un mínimo de sensibilidad y de dignidad democrática, debería sentirse, por lo tanto, integrado en una sociedad que rechaza y excluye a los que son diferentes, o exige la desintegración de la identidad de aquellos que no están hechos a su imagen y semblanza. Es preciso pues integrarse activamente en asociaciones, oenegés y agrupaciones de ciudadanos que reivindiquen y se esfuercen para construir unas nuevas normas, unas nuevas prácticas sociales, unos nuevos imaginarios colectivos que imposibiliten la exclusión, la injusticia, la marginación y que hagan de la práctica de la solidaridad y del respeto a las libertades y a los derechos individuales y colectivos las bases reales y no solamente teóricas de nuestra convivencia. Parafraseando al mahatma: mientras haya un sólo esclavo, nadie puede sentirse libre; mientras haya un solo excluido, nadie debe sentirse integrado.

Si consiguiéramos ponernos de acuerdo en lo que precede, creo que sería un poco más fácil discurrir sobre políticas (y prácticas, sobre todo prácticas) educativas dirigidas a reducir la exclusión social. Por mi parte me atrevo a avanzar tres propuestas al respecto.

PRIMERA: Para luchar contra la exclusión social, hay que dar un giro de ciento ochenta grados a las estrategias educativas que hasta ahora se han prodigado. Debemos dejar un poco más tranquilos a los excluidos (no digo abandonar-los a su suerte, pero casi) y centrar nuestros esfuerzos en la educación de los excluyentes. Orientemos bien la artillería: la primera línea de combate no está en los barrios marginales ni en las escuelas ghetto. No nos confundamos más, ni permitamos que nos sigan confundiendo.

SEGUNDA: No es posible una educación intercultural, una educación del respeto a la diversidad si previamente no hemos afianzado bien una educación en la convicción de que todos los seres humanos somos iguales en dignidad y derechos. Educar el respeto a la diversidad y la tolerancia es muchísimo más fácil, pero es una pérdida de tiempo (cuando no echar leña al fuego del racismo diferencialista) si previamente no se ha hecho el trabajo mucho más difícil de educar en la convicción de que somos iguales. Explicar a nuestros alumnos que todos somos diferentes tiene poco mérito, escasa dificultad y yo diría que el desinterés de explicar obviedades. Sin embargo, es sorprendente, la mayor parte de programas pretendidamente de educación intercultural, se centran en explicar a los niños lo diferentes que somos y como nos enriquecen estas diferencias. El reto no es este; el reto está en convencerles de que somos iguales, ya que se trata de una convicción (es decir: está, seguramente y aunque nos escandalice, más cerca de un lavado de cerebro, que de una demostración matemática; dicho en otras palabras, corresponde a la función de educar y no a la de instruir). Educar es seguramente más difícil (e importante) que instruir, Pero educar esta convicción, que somos iguales en dignidad y derechos, es especialmente difícil: a menudo ni el profesor está dispuesto a creérselo.

TERCERA: Debemos aguzar el olfato, el oído y la vista para detectar las causas que provocan día a día la exclusión social. También debemos añadir el tacto y el gusto para actuar, para intervenir sobre los síntomas de esta enfermedad. Pero hay que usar todos estos sentidos más la imaginación, la creatividad, el espíritu crítico y los arrestos para intentar intervenir también sobre las causas que producen estos síntomas, ya que si no actuamos también sobre las causas, nuestro trabajo se parece demasiado al de la beneficencia paternalista. Luchemos con energía contra los síntomas de la exclusión (los ghettos escolares; el doble sistema educativo sostenido con fondos públicos; las agrupaciones homogéneas por niveles, las “aulas-puente” y todas sus variantes modernas –como por ejemplo muchas utilizaciones de los TAEs, las UACs, las UECs, etc...- las constantes discriminaciones negativas y las también constantes resistencias a aplicar determinadas discriminaciones positivas indispensables; el etnocentrismo y el racismo en el currículum explícito y oculto, explícito también en las salas de profesores; el desigual fracaso escolar según el colectivo al que se pertenece, etc. etc.) pero no olvidemos las causas de estos síntomas: en definitiva, el “problema” de la integración de los inmigrados pobres y la de otros colectivos excluidos, pasa, en última o en primera instancia, según se mire, por la solución de un problema muy importante: que las sociedades opulentas dejen de mantener sólo en el ámbito de la teoría aquello tan sabido de: libertad, igualdad, fraternidad. En la práctica, en cambio, se refuerza, con la complicidad de casi todos nosotros, incluidos muchos de los que nos dedicamos a escribir o a leer artículos como éste, un sistema económico el único objetivo del cual es mantener, a cualquier precio, los privilegios de los que tenemos la suerte de que un azar seminal (y ovárico) nos haya hecho nacer en el club de los ricos. Un sistema económico que vive de la desigualdad fomentándola y ampliando cada día más –con la complicidad de casi todos, repito- las diferencias que hacen que unos pocos mueran de excesos de colesterol y de despilfarro, mientras la mayoría todavía muere de hambre o por no tener cubiertas sus necesidades vitales.

Pero, como decía al principio del artículo, eso de la integración es cosa de nosotros, los modernos, los contemporáneos y alguna cosa, decía también, parece que ha empezado ya a moverse... no sólo en Seatle, en Praga o en Porto Alegre, también dentro de muchas cabezas... ¿verdad?. Al parecer es lo importante y es el lugar donde deben empezar a moverse las cosas. Ahora ya sólo nos falta empezar a mover el culo.

Sant Gregori, primavera del 2001.

Francesc Carbonell I París

Barcelona