Por un perdón de la Deuda «otro»

Por un perdón de la Deuda «otro»


Una deuda muy concreta

Al hablar de “deuda externa” nos referimos concretamente al fenómeno originado en torno a los años 70 a partir de los préstamos ofrecidos a los pueblos subdesarrollados a causa de los excedentes monetarios de la crisis del petróleo. Tales préstamos, ofrecidos en condiciones favorables muy atractivas, se convirtieron en los años 80 en la famosa “deuda externa” cuando el déficit estadounidense elevó los tipos de interés -ahora “flotantes”- hasta un 22%, intereses que en los cien años anteriores se situaron siempre entre el 4 y el 6%.

Debido a esa elevación, el pago de intereses que nuestros pueblos han hecho en las pasadas dos décadas suma ya más de tres veces el valor de la deuda, pero, paradójicamente, la deuda no sólo está sin pagar, sino que se ha multiplicado y crece incontenible, hasta el punto de hacerse ya material y técnicamente impagable.

Criterio moral

Es claro que la actual deuda externa entra de lleno en la categoría moral de la usura. Unos intereses “flotantes”, según la decisión unilateral de los acreedores, que han llegado hasta un 22%, son abusivos, de usura. Máxime, cuando producen efectos como los que desde hace décadas estamos presenciando. La usura no es una categoría moral restringida al ámbito privado; se aplica de lleno también a las relaciones internacionales.

La deuda externa es, pues, pecaminosa, fundamentalmente por su carácter de usura. Es inexistente, porque ya fue pagada varias veces, y porque sus acreedores fueron más que compensados. Es inmoral, por cuanto está siendo pagada con la educación, la salud y demás servicios sociales -que son a la vez derechos humanos fundamentales- que se niegan a los pobres y a los pequeños; ninguna deuda ha de ser pagada con la vida.

No se niega pues el principio del pago de las deudas. Simplemente, se afirma que esta deuda derivó en usura por el alza incontrolada y unilateral de los intereses "flotantes", ya fue pagada sobradamente, y todavía en la actualidad sigue gravando injustamente sobre la vida misma de nuestros pueblos, que ni contrajeron la deuda ni se beneficiaron de ella ni la dilapidaron.

Por todo ello, esta deuda no ha de ser “perdonada”, porque ya no existe en realidad. Ha de reconocerse que ya fue más que pagada. Ha de exigirse una compensación por los daños usureros causados a los países pobres. Y ha de legislarse internacionalmente para evitar que ningún país en el futuro pueda explotar usureramente a otros con mecanismos semejantes.

Más que una deuda

La deuda externa viene a ser, pues, más que una deuda: es un mecanismo estructural, por cuanto establece una relación de dependencia y sometimiento entre dos bloques mundiales, el Norte y el Sur, imponiendo una transferencia unidireccional de capital neto, encadenando a países, sociedades enteras, regiones del globo (unos 4.000 millones de personas) no sólo a la pobreza, sino al flagelo de un subdesarrollo del que no se podrán liberar, por falta de los recursos necesarios.

Sólo el servicio de los intereses -no el pago mismo de la deuda- grava actualmente la economía de nuestros países pobres en un 20, 30 y hasta 40% del presupuesto nacional, que no puede ser invertido en los servicios sociales esenciales, ni en inversión para la creación de fuentes de trabajo, cuando el sistema actual deja fuera de la economía formal a más de la mitad de la población económicamente activa en América Latina.

Así, nuestros pueblos están siendo obligados a pagar a los países desarrollados un “tributo” que sólo pueden recaudar a base de negar educación, salud y trabajo a la población pobre. El balance económico global entre los pueblos desarrollados y los subdesarrollados resulta claramente favorable a los primeros, de forma que los pueblos pobres resultan, paradójicamente, exportadores de capital neto, tributarios del Norte.

Se trata, en definitiva, de una nueva edición -reformulada, transformada a la altura de los tiempos- de la clásica e inveterada relación de dominación que ha registrado la historia desde los más remotos orígenes de la humanidad, bajo diferentes sistemas y modalidades cambian-tes en el tiempo: esclavitud, sociedad de régimen asiático, imperialismos, colonialismos, neocolonialismos...

La deuda externa es una de las principales nuevas formas que hoy reviste esa dominación. Por eso decimos que es más que una simple deuda, y que necesita otra cosa que un “perdón”.

Dios no lo quiere

El Dios de la Vida no quiere que esta postración de nuestros pueblos pobres se prolongue por más décadas. Él mismo estableció ya en el Pueblo de Israel las leyes del “Año de Gracia” encaminadas a recuperar de tiempo en tiempo el equilibrio social, a disolver las estructuras de dominación que espontáneamente se hubieran gestado en aquella sociedad, a volver a una igualdad fundamental, sin acaparamientos desmedidos ni esclavitud de los pobres. El Dios de la Vida, “cuya gloria es que el ser humano viva” (san Irineo de León) y concretamente “que el pobre viva” (mons. Romero), quiere, también hoy, que nuestros pueblos se liberen de este fardo opresor que tanta muerte causa en nuestro Continente. Jesús mismo sintió que por aquí iba algo esencial de su misión, y hace falta que hoy los que le seguimos digamos con él: “Hoy se cumple esta Escritura: El Espíritu del Señor está también sobre nosotros para anunciar a los pobres la Buena Noticia del Año de Gracia, de la remisión de las deudas, de la abolición de toda esclavitud” (cfr Lc 4, 16ss).

Condiciones del “perdón”

Aceptar un “perdón generoso” de parte de los “acreedores”, como si fuera pura benevolencia y condescendencia suya, vendría a ser un reconocimiento de la legitimidad de la deuda, una connivencia con la usura internacional y una contribución al lavado de conciencia de los culpables.

Aceptar un tal “perdón” con motivo del año 2000, permaneciendo callados ante la maldad de la deuda y renunciando a la denuncia de su pecaminosidad, significaría la negación de todos estos argumentos éticos y cristianos, y una claudicación de la conciencia moral.

Sería un escándalo para las religiones no cristianas y para el mundo no cristiano en general -para buena parte del cual no estamos ante el año 2000-, que todos los argumentos éticos y humanistas y evangélicos no hayan sido hasta ahora capaces de mover a los cristianos a exigir la abolición de este mecanismo de esclavitud -detentado precisamente por el "Occidente cristiano"-, y que sí vaya a reducir la deuda la "benevolencia" de la Banca internacional de ser obsequiosa con la Iglesia en el “cumpleaños” de la religión de Occidente. Sería reconocer que para ese Occidente cristiano -con la Iglesia dentro de él- el cumpleaños de la Iglesia es más importante que el contenido del Evangelio, al que ella teóricamente se remite.

La carga de muerte que la deuda conlleva es tal, que hay que buscar su anulación, o su simple reducción, por cualquier vía, como sea, incluso aceptando ese supuesto “perdón” o “condonación” por parte de los "acreedores". Pero esta urgencia no aminora el deber de denunciar simultáneamente que la deuda no es tal, y que su usura exige un resarcimiento y que ese "perdón" no es tal. La dignidad ética y cristiana nos exige mantener la lucidez, recordando y proclamando permanentemente la jerarquía de los criterios éticos y la pecaminosidad intrínseca de la deuda, para no avalar nunca ese perdón o condonación como un acto de generosidad o misericordia. No se puede dar por caridad lo que se debe por justicia.

Todos los hombres y mujeres de corazón sensible debemos embarcarnos en ese gesto profético de justicia: pedir a los acreedores, por todos los medios, que reconozcan ya cancelada la “deuda externa”; que consideren incluso la indemnización debida por la usura realizada. Queremos el perdón de la deuda externa, sí, pero un perdón “otro”, distinto del que pueden conceder los supuestos acreedores.