Por un humanismo ecológico

Por un humanismo ecológico

Jordi Corominas


La modernidad ha tendido a desarrollar una visión antropocéntrica, esto es, a considerar al ser humano como el centro del Universo y a pensar la naturaleza como un objeto entregado a su dominio. En la postmodernidad no es infrecuente una visión opuesta, una visión biocentrista donde el ser humano es un mero accidente de la vida en general. Para algunos, este accidente sería un gran error de la naturaleza, una terrible amenaza biológica. La “supervivencia del más fuerte” significaría la aparición de una especie universalmente exterminadora que estaría abocada a terminar con la vida sobre el planeta.

Remachando el clavo, ante lo que frecuentemente es una expresión de una experiencia de sinsentido, se podría decir que la naturaleza es una inmensidad material regida por procesos nucleares y fuerzas como la gravitatoria, donde la vida, aunque la encontremos en otros planetas, parece una excepción. Incluso en la Tierra la vida dejará de ser posible cuando el Sol se convierta en una gigante roja. En la inmensidad de la naturaleza la desaparición de la vida en la Tierra es menos significativa que la desaparición de una pequeña verruga en nuestra piel.

También hay biocentristas que, amparados en tradiciones filosóficas o espirituales de diferente índole, le dan la vuelta al argumento: la naturaleza es concebida como un gran viviente. Todos los seres vivos son igualmente dignos porque son expresiones de la Vida que constituye la fuerza motriz del mundo.

Sin embargo, en el mundo contemporáneo hay planteamientos más radicales, que creo que asumen mejor la complejidad, que nos acercan más a la realidad, que dejan más interrogantes abiertos, y que no tienen necesidad de reducir lo humano para exaltar la naturaleza (biocentrismo) o de salvar lo humano a costa de la naturaleza (antropocentrismo). Es la perspectiva de lo que podemos llamar humanismo ecológico en la que caben diferentes filosofías y diferentes desarrollos de la ciencia contemporánea. En él se subraya la imbricación entre el ser humano y la naturaleza. No parte, por decirlo así, de la naturaleza para llegar al hombre, ni del ser humano para llegar a la naturaleza, sino de su interacción.

Este humanismo ecológico recupera la definición de naturaleza que daban los griegos (physis) como «brotar», pues, por analogía al brotar propio de la vida, la naturaleza, desde la «gran explosión» que dio origen a nuestro cosmos, se caracteriza por el continuo surgir de nuevas realidades a través de miles de millones de años. Este «brotar» llega a su máxima expresión en la especie humana, pero no sólo por la complejidad del sistema psicoorgánico del ser humano, sino porque el hombre es el único sistema natural conocido consciente de este «brotar». Y lo es por partida doble. Por un lado, es consciente de este parto continuo que constituye la naturaleza y, por otro, las acciones humanas son un «brotar» continuo de nuevas cosas: músicas, dioses, artefactos, emociones sentimientos, lenguajes, teorías. Un «brotar» donde soy consciente a la vez de las cosas que brotan y del brotar mismo. Pues la vida humana no es sólo un ir viviendo las cosas que van brotando, sino que es un sentirse vivir, un enterarse de sí, un darse cuenta del brotar mismo. Tenemos, a diferencia de los otros sistemas naturales, una consciencia inmediata de lo que estamos viviendo, de lo que estamos haciendo, padeciendo o queriendo.

Frente al paradigma antropocentrista y al paradigma biocentrista, en el humanismo ecológico el ser humano se nos muestra como naturaleza; su cuerpo es un organismo entre otros organismos, pero el ser humano es tan radicalmente natural que, por el hecho de que se entera del brotar mismo en que la naturaleza consiste, es diferente de todos los demás sistemas naturales. Este planteamiento no dualista, que no opone el ser humano a la naturaleza, y no reduccionista, que no lo reduce a materia o a una expresión más de la vida, tiene consecuencias en todos los ámbitos. Es especialmente importante para una adecuada comprensión del quehacer técnico.

La visión romántica de la naturaleza, que rechaza el desarrollo tecnológico como constitutivamente depredador, y la visión moderna que establece una exclusiva relación técnica con la naturaleza entendida como un material de explotación sujeto a nuestra utilidad y rendimiento, no hacen justicia a lo que es la técnica. El ser humano, desde el humanismo ecológico, es pensado como natural e inextricablemente técnico, pero su relación con el mundo no es exclusivamente, ni tiene por qué ser fundamentalmente técnica. Puede ser también poética, espiritual, contemplativa, etc.

La técnica más elemental: alumbrar fuego, fabricar un hacha de sílex, consiste en un «brotar», en plena continuidad con el «brotar» de los procesos naturales. Pero a diferencia de éstos, la técnica es un «brotar» dirigido de acuerdo con ciertos fines. Por ello podemos decir que las acciones humanas son acciones técnicas cuando integran un surgir dirigido. Y esta alteración del «brotar», alterando los procesos naturales, es posible porque el ser humano se entera de este «brotar».

Ciertamente la salida a la crisis ecológica pasa por soluciones técnicas, pues de otro modo es imposible pensar que 7000 millones de personas puedan seguir viviendo sobre el planeta; pero lejos de toda ilusión por el progreso técnico, el humanismo ecológico es plenamente consciente de que los efectos opresivos, destructores e ideológicos de la técnica ligada al sistema económico y social vigente, afectan a todo el planeta. Esto es especialmente evidente en los vínculos ecológicos. Los afectados por el daño ecológico no son siempre, ni mucho menos, los que directamente lo originan. La liberación de estos efectos pasa necesariamente por la democratización del mundo más allá de los estados nacionales. Ahora bien, ni siquiera la democratización de las relaciones sociales mundiales implica que éstas vayan a estar libres de motivaciones egoístas. Se puede optar democráticamente por las satisfacciones inmediatas, a costa de las generaciones futuras. El ser humano es muy capaz de detectar una grave injusticia en las grandes diferencias que existen, por ejemplo, entre los salarios de los ejecutivos de elite y los salarios de los demás trabajadores; otra cosa muy distinta es renunciar libremente a una oferta de aumento salarial.

El humanismo ecológico es consciente de que las clases medias y altas mundiales deben renunciar a determinados bienes y a determinadas formas de vida a favor de las futuras generaciones. Pero, ¿por qué renunciar? Una cosa es conocer la obligación ética de hacerlo, y otra cosa es estar suficientemente motivado para llevarla a cabo, especialmente cuando esta renuncia se debe hacer en favor de las generaciones todavía no nacidas. Este tipo de decisiones requiere de lo que normalmente llamamos una espiritualidad, una disposición a vivir de un determinado modo. Hay, desde luego, diversas espiritualidades ateas, agnósticas y religiosas que pueden encontrarse en el humanismo ecológico.

Aquí me interesa destacar lo que considero los valores más propios de la espiritualidad cristiana: la libertad y la gratuidad. El cristianismo nos presenta un Dios distinto y libre de todas las cosas y de todo tipo de poder, que llama al ser humano a liberarse también de las cosas y de los poderes. Sin embargo, el ser humano con frecuencia rechaza la libertad. ¿Por qué el ser humano siendo esencialmente distinto de las cosas, tiende a perderse siempre entre ellas?

El mito adámico nos responde mostrándonos una estructura frecuentemente ignorada o reprimida: el ser humano pretende justificarse a sí mismo por los frutos de sus acciones. Esto conduce a medirse a sí mismo, y a medir a los demás, por las cosas. Respecto a los demás seres humanos, esto implica una utilización de los mismos con el fin de producir más resultados, y de ser reconocido por ellos. Respecto a Dios comporta un miedo continuo, porque se piensa en él como alguien que nos mide por lo que producimos o hacemos, o también un intento de convertirlo en una cosa más, manejable y controlable como ellas, como en la magia. Respecto a la naturaleza supone una sed insaciable de producir que acaba destruyendo esta misma naturaleza. La sed insaciable de justificarse por los resultados de las propias acciones es directamente proporcional a la incapacidad para la renuncia y la gratuidad, y convierte a la vida humana en una carrera desenfrenada para alcanzar un último y absurdo resultado, que es la muerte.

El cristianismo es una invitación permanente a que el ser humano deje de medirse a sí mismo por los resultados de sus actos, y se descubra a sí mismo como alguien absolutamente digno y distinto de las cosas que produce y hace en un mundo que, como decía el cardenal Altamirano en la película La Misión, “no es así, sino que lo hemos hecho así”.

 

Jordi Corominas

Sant Julià de Lòria, Andorra