Movimiento de resistencia mundial

Movimiento de resistencia mundial

Ricardo Petrella


El ensañamiento de los gobiernos contra quienes se oponen a la mundialización liberal se explica por la amplitud creciente de su rechazo entre la opinión pública de todo el mundo. De ahí la tentativa de caracterizar a los contestatarios como “genéticamente” violentos, a la manera de la URSS de antaño, donde a los disidentes se les consideraba como enfermos psiquiátricos.

Las espectaculares acciones con las que a veces se manifiesta la protesta contra la globalización no deben llevarnos a subestimar la importancia de otras formas de oposición, también en profundidad, protagonizadas por movimientos sociales y sindicatos tanto en el Sur como en el Norte: campesinos indios en lucha contra la biopiratería de Monsanto, Movimiento de los Sin Tierra en Brasil, Marcha Mundial de Mujeres, comunidades indígenas, lucha contra las privatizaciones en América Latina, contra los despidos de conveniencia bursátil, por la defensa de los trabajadores amenazados por la deslocalización de las empresas, etc. A lo que se suman las acciones de las grandes organizaciones no gubernamentales (ONGs) –Greenpeace, Amnistía Internacional, Oxfam, Médicos Sin Fronteras, etc.- y las de las múltiples asociaciones por un comercio justo, por la anulación de la deuda externa del Tercer Mundo, por la fijación de impuestos a la especulación financiera, etc.

Hasta mediados de los años 90, las manifestaciones contra la globalización liberal que obedece a las “Tablas de la Ley” del capitalismo de mercado, raramente se transformaban en conflictos violentos entre la policía y los manifestantes. En cambio, desde hace algunos años, los enfrentamientos se han convertido en una especie de ritual, aparentemente inevitable, de acuerdo con un guión que se diría que está escrito con anterioridad. Cada vez, las fuerzas del orden de la ciudad en que se va a celebrar el encuentro transforman los lugares de paso y de trabajo de los participantes oficiales en una zona de alta seguridad, bajo el control de miles de policías antidisturbios y toman medidas draconianas de prohibición del acceso a los perímetros protegidos, incluso a las propias ciudades, como fue el caso de Québec y, de manera todavía más grotesca, en Génova.

Porque, cada vez, el efecto temido (¿o se debería decir mejor esperado y querido?) ha hecho acto de presencia en el encuentro: los enfrentamientos se han producido y la represión ha sido cada vez más dura, particularmente en Praga, Niza, Québec, Gottemburgo, Barcelona… hasta causar un muerto y 600 heridos en Génova… Los testimonios de brutalidad, incluso de malos tratos, sobre manifestantes que sólo han utilizado formas no violentas de desobediencia civil (mientras la policía dejaba actuar a los grupúsculos de pendencieros profesionales) son especialmente abrumadores. Hasta el punto de que muchos representantes de ONGs admiten que han perdido su ‘virginidad democrática’, es decir, su creencia en la posibilidad de luchar democráticamente en los países democráticos.

El tiempo de la revancha

¿Por qué ese endurecimiento por parte de las autoridades, destinado a la reducción e incluso a la suspensión (temporal o local) del derecho a manifestarse? ¿Cómo explicar que militantes de miles de organizaciones del mundo entero, expresión de tradiciones pacifistas o tercermundistas, de compromisos ecológicos, de ideales religiosos y éticos diversos, y que desde hace mucho tiempo luchan por un mundo más justo, más solidario, más democrático, más respetuoso con el medio ambiente, se hayan convertido en ‘indeseables’ para los gobiernos, y sean tratados como hordas de invasores, pendencieros, devastadores? Al parecer existen dos razones principales.

La primera está relacionada con el éxito conseguido por los movimientos de oposición a la globalización, al hacer fracasar en octubre de 1998 el proyecto de Acuerdo Multilateral sobre Inversiones (AMI) y, en diciembre de 1999, con el fiasco del Ciclo del Milenio de la OMC en Seattle. Para los dirigentes de los países desarrollados se trata de derrotas enormemente simbólicas porque afectan a dos pilares de esa mundialización: las ‘libertades’ de las finanzas y del comercio. La derrota del AMI escoció mucho más porque fue el resultado de la decisión del gobierno de uno de los países faro del capitalismo, Francia, y precisamente por la presión de las manifestaciones populares. El desastre de Seattle también significó un acontecimiento intolerable: puso de manifiesto que la mayoría de los gobiernos de los países llamados 'en vías de desarrollo' compartían muchas de las críticas de los opositores del Norte a la actual globalización. Y gracias a la acción de lo que luego se ha llamado 'el pueblo de Seattle' los gobiernos tuvieron, por fin, el valor para decir ‘no’ a la continuación de unas negociaciones a las que, por debilidad, se hubieran resignado en otro caso.

Norteamericanización del mundo

Ambas victorias han desacreditado, en el plano ético, los principios fundadores y las prácticas de los ‘señores del capital’ y de los mercados. En cambio, han hecho creíbles las luchas a favor de ‘otra globalización’. Inaceptable para los poderes establecidos, ese resultado se ha convertido en un poderoso factor en la radicalización en su política de represión de las protestas pacíficas. Al no poder reducirlas a una agitación ‘folclórica’, y encontrándose en la imposibilidad de reconocer la responsabilidad de las fuerzas del orden en las explosiones de violencia –Génova ha dado origen a un estudio de caso de provocación policial- y finalmente incapaces (y con razón) de demostrar que la oposición a la globalización actual es ‘científicamente’ infundada, solamente les queda una solución: criminalizar a quienes protestan. Haciéndolo esperan legitimar su propia violencia y deslegitimar la acción de una gran parte de los movimientos sociales y de las ONG, de las que por otra parte intentan cuestionar la representatividad.

La segunda razón está ligada a un aspecto central y específico de la globalización: la afirmación de EEUU como una potencia hegemónica en los planos militar, tecnológico, económico, político y cultural. Símbolo del capitalismo global contemporáneo, EEUU es portador de una lógica de imperio y de un orden planetario que engloba, bajo su égida, las situaciones, los problemas y las perspectivas de las diferentes sociedades del mundo.

Las luchas han puesto de manifiesto que la globalización de estos veinte o treinta últimos años ha sido, y sigue siendo, ante todo, el resultado de la potencia militar y económica norteamericana, así como de los cambios socioeconómicos y culturales producidos por EEUU y que después se han propagado, en diferentes grados y diversas formas según los países (incluida China) en el conjunto del mundo. Esta globalización consiste en una norteamericanización ideológica, tecnológica, militar y económica de la sociedad planetaria contemporánea. No fue necesario esperar al hundimiento de la Unión Soviética para darse cuenta de que la globalización de los mercados, de los capitales, de la producción, del consumo, etc., era un ‘producto’ de EEUU gracias, especialmente a la presencia mundial de la US Army, de la US Navy y de la US Air Force. Esa presencia abrió la vía real a la ‘globalización’ de Coca Cola, de IBM, de Levi’s, de Walt Disney, de Ford, de GM, de ITT, de McDonald’s, de Intel, de CISCO…

En este contexto, cualquier manifestación antiglobalización es percibida, por un número creciente en EEUU y de la mayor parte de sus ‘aliados’, como una oposición al propio sistema capitalista mundial y, en la medida en que Washington es la potencia reguladora de este último, como una oposición a EEUU y a sus ‘aliados’. No se necesitaba mucho más para que el Pentágono y otros sectores de EEUU elaborasen y extendiesen la ‘teoría’ de la naturaleza ‘genéticamente’ violenta de la oposición a la globalización. Según esta ‘teoría’, como los contestatarios protestan contra el sistema mundial establecido, contra sus reglas, contra sus instituciones y contra sus gobiernos legítimamente elegidos, atacan, como consecuencia a la democracia. Por tanto son ‘necesariamente’ violentos, ‘criminales’ reales contra el orden democrático, en una palabra, los verdaderos ‘nuevos bárbaros’ de la era global.

Dos planetas

No hay necesidad de demostrar aquí lo absoluto e indecente de esta acusación. Pero lo que es extremadamente peligroso y preocupante es que parece estar siendo aceptada por la mayoría de los responsables políticos de los países occidentales, y por muchos dirigentes de países en vías de desarrollo. No se podría poner mejor en evidencia la fractura que la globalización está reforzando entre, por una parte los ‘señores’ del poder mundial y sus vasallos y, por otra, los pueblos dominados y excluidos. Como si no vivieran en el mismo planeta… Diagnóstico que ha confirmado el propio Financial Times cuando, esbozando los respectivos balances de los dos foros mundiales simultáneos (el uno ‘económico’, el otro ‘social’) recordaba efectivamente la existencia de dos planetas, el de Davos y el de Porto Alegre –el primero en declive, el segundo en órbita ascendente- y no excluía su colisión.