Mística y política

Mística y política

Frei Betto


«No hay nada más político que decir que la religión no tiene que ver con la política», dice el obispo sudafricano Desmond Tutu, premio Nobel de la Paz. En América Latina, no se puede separar fe y política, como no se las podía separar en la Palestina del siglo I. En la tierra de Jesús, detentaba el poder político quien también tenía en sus manos el poder religioso. Y viceversa.

El hecho de que fe y política estén siempre asociadas en nuestras vidas concretas, como seres sociales que somos –o «animales políticos», al decir de Aristóteles-, no debe constituir una novedad, si no es para aquellos que se dejan engañar por la lectura fundamentalista de la Biblia, que pretende desencarnar lo que Dios quiso encarnado.

Ni siquiera en Jesús es posible ignorar la íntima relación entre fe y política. Que Jesús tenía fe lo sabemos por los textos que hablan de los largos ratos que pasaba en oración. El Evangelio nos habla incluso de las crisis de Jesús, como las tentaciones en el desierto y el abandono que sintió en su agonía.

Hay quien insiste en que Jesús se limitó a comunicarnos un mensaje religioso que nada tendría de político o ideológico... Tal lectura sólo es posible si la exégesis bíblica queda reducida a un pescar algunos versículos sueltos, arrancándolos de sus contextos. No sólo revela la Palabra de Dios el texto, sino también el contexto social, político, económico e ideológico en el que se desarrolló la práctica de Jesús. Los cristianos somos discípulos de un prisionero político. Aunque en la conciencia de Jesús hubiese sólo motivaciones religiosas, su alianza con los oprimidos y su proyecto de vida para todos (Jn 10,10), tuvieron implicaciones políticas objetivas. Por eso no murió en la cama, sino en la cruz, condenado por dos procesos políticos.

Marcos muestra cómo las curaciones realizadas por Jesús -el poseído por un mal espíritu, la suegra de Pedro, los posesos, el leproso, el paralítico, el hombre de la mano seca- desestabilizaron de tal modo el sistema ideológico y los intereses políticos vigentes, que llevaron a dos partidos enemigos -los fariseos y los herodianos- a aliarse conspirando con «planes para matar a Jesús». Las implicaciones políticas de la acción de Jesús se volvieron tan amenazadoras, que indujeron a Caifás a decir, en nombre del Sanedrín: «mejor que muera sólo uno por el pueblo, que dejar que todo el país sea destruido».

Mística y política

Predomina entre muchos cristianos la idea de que la mística nada tiene que ver con la política. Serían como dos elementos químicos que se repelen. Basta observar cómo viven unos y otros: los místicos, encerrados en sus refugios contemplativos, ajenos a los índices del mercado, absorbidos en ejercicios ascéticos, indiferentes a las discusiones políticas que se traban a su alrededor. Los políticos, corriendo contrarreloj, sumergidos en un remolino de reuniones, análisis y decisiones, sin tiempo siquiera para la convivencia familiar, ¡cuánto menos para la meditación y la oración!

No es en el Evangelio donde se encuentran las raíces de ese modo de testimoniar lo absoluto de Dios, sino en las antiguas religiones precristianas y en las escuelas filosóficas griegas y romanas, que proclamaban la dualidad entre alma y cuerpo, lo natural y lo sobrenatural, lo sagrado y lo profano. Es interesante constatar que los grandes místicos fueron simultáneamente personas sumergidas en la efervescencia política de su época: Francisco de Asís cuestionó el capitalismo naciente; Tomás de Aquino defendió, en su El régimen de los príncipes, el derecho a la insurrección contra la tiranía; Catalina de Siena, analfabeta, interpeló al papado; Teresa de Ávila, revolucionó, con san Juan de la Cruz, la espiritualidad cristiana.

Jesús no busca la reclusión de los monjes esenios, ni se guía por la práctica penitencial de Juan Bautista. Se compromete en la conflictividad de la Palestina de su tiempo. El Hijo revela al Padre al acoger a los pobres, a los hambrientos, enfermos y pecadores; al desenmascarar a los escribas y fariseos; al ser rodeado por la multitud; al hacerse presencia incómoda en las grandes fiestas en Jerusalén.

Dentro de esta actividad, con fuertes repercusiones políticas, Jesús se revela como un místico, o sea, como alguien que vive apasionadamente la intimidad amorosa con Dios, a quien trata como Abba, término arameo que expresa mucha familiaridad, como nuestro papá. Su encuentro con el Padre no exige el apartamiento de la polis, pero sí una apertura de corazón a la voluntad divina.

Fe políticamente encarnada

En América Latina se vive hoy en un contexto de opresión/liberación. No se puede imaginar aquí una vivencia cristiana políticamente neutra, o capaz de unir religiosamente lo que las relaciones económicas injustas contraponen antagónicamente. Para nosotros, cristianos latinoamericanos, comprometidos con el proyecto del Dios de la Vida, la existencia de la pobreza masiva nos exige, en nombre de la fe, una toma de posición.

Tal realidad comprueba que el proyecto de justicia y felicidad propuesto por Dios al ser humano, descrito en el Génesis, fue roto por el pecado. Las víctimas de esta ruptura son principalmente los pobres. Por eso, Jesús se puso de su lado. No lo hizo porque los pobres sean más santos o mejores que los ricos, sino simplemente porque son pobres: la existencia colectiva de los pobres no estaba prevista en el proyecto original de Dios, porque todos deberían compartir los bienes de la creación y vivir como hermanos.

Nadie escoge ser pobre. Todo pobre es víctima involuntaria de relaciones injustas. Por eso, los pobres son llamados bienaventurados, pues mantienen la esperanza de cambiar tal situación, de modo que la justicia de Dios prevalezca.

Así, en A.L. la fe cristiana supone inevitablemente un posicionamiento político, ya sea del lado de las fuerzas de opresión -como aquellos que condenan la violencia política de los oprimidos, sin preguntarse por los mecanismos de violencia económica del capitalismo-, o del lado de las fuerzas de liberación -como los que compartimos la opción por los pobres-.

Hay cristianos que sinceramente perciben los «síntomas» -la miseria, las enfermedades, la muerte prematura de millones...- pero no llegan a descubrir las «causas» de tales problemas sociales. En general, tales personas o sectores ocupan el lugar social reservado a aquellos que disfrutan de privilegios sociales y/o patrimoniales, como detentadores de la propiedad privada de bienes simbólicos y/o materiales. Elaboran una teología que procura legitimar los mecanismos de dominación a través del secuestro del lenguaje, llevándolo a la esfera de la abstracción, como si el discurso religioso pudiese, de alguna manera, dejar de ser también político.

La teología que hoy se produce en A.L. a partir de los pobres –conocida como Teología de la Liberación- asume conscientemente su incidencia política y sus mediaciones ideológicas. No nace del limbo académico de las universidades o de las bibliotecas, sino de la lucha de millares de Comunidades Eclesiales de Base que fertilizan nuestra fe con la sangre de incontables mártires.

Los cambios que se produjeron en el Este europeo obligaron a la Teología de la Liberación a revisar su concepción de socialismo. No se trató sólo de un esfuerzo teórico para separar el trigo de la cizaña, sino, sobre todo, de restaurar la esperanza de los pobres, y de abrir un nuevo horizonte libertario a la lucha de la clase trabajadora. Ignorar la profundidad de los cambios sería querer tapar el sol con un dedo. Por otra parte, pensar en un fracaso completo del socialismo real hubiera sido desconocer sus conquistas sociales -sobre todo cuando se mira desde el punto de vista de los países pobres- y aceptar la hegemonía perenne del capitalismo. Era necesario detectar las causas de los desvíos crónicos de los regímenes socialistas, y redefinir el concepto mismo de socialismo.

La fe nos abre al imperativo de la vida, pero no nos ofrece las mediaciones analíticas ni los instrumentos políticos necesarios para la construcción del proyecto de fraternidad social. Las importantes aportaciones de las ciencias políticas no pueden ser ignoradas por la reflexión teológica latino-americana, si queremos comprender los mecanismos que excluyen a millones de personas de los derechos fundamentales. Y la aportación de las teorías económicas y sociales a la teología no amenaza la integridad de nuestra fe, pues no se toma el marxismo -por ejemplo- como religión, ni la fe cristiana como ideología.

Es el pobre, como sacramento de Dios, quien en nuestro Continente dilata las fronteras de la Iglesia y hace de la política y de la ideología versiones profanas –pero teologales- del discurso teológico, cuando son proclamados desde los intereses de los pobres. Y aunque la fe no sea tan fuerte como para trasladar montañas, al menos nos queda la certeza de que el amor, reflejado en las prácticas libertadoras, nos hace a todos participar en la comunión total.

 

Frei Betto

São Paulo, Brasil