Lo que es legal, pero no justo, no me obliga

Lo que es legal, pero no justo no me obliga
 

Alejandro von Rechnitz


El presidente del Consejo Episcopal Latinoamericano, CELAM, calificó como una “reacción racista y antihispánica” (contra los hispanos) la política antiinmigratoria de EEUU. Pero también reconoció que este país es “soberano” para emitir leyes que impidan el ingreso ilegal de personas y que esas leyes “deben respetarse”.

¿Cómo es eso? Son leyes racistas y anti-inmi-gratorias y, por lo tanto, injustas, y sin embargo, ¿deben respetarse? ¿Y la diferencia, esencial, entre lo justo y lo legal?

Esa diferencia se ha aducido siempre, por ejemplo, para aclarar a los cristianos que las leyes abortistas no tienen por qué ser respetadas, por muy legales que sean, por muy soberano que se precie de ser el país que las emita. Según la Iglesia, el cristiano no sólo no debe obedecer leyes abortistas, sino que, más aún, debe expresamente desobedecerlas y combatirlas, precisamente porque para la Iglesia esas leyes pueden ser muy legales, pero no son justas, por atentar contra la vida humana. La Iglesia, en cuanto al aborto, se siente claramente obligada a respaldar y defender la justicia, no la legalidad.

Defensores de la ley -hasta donde sabemos-, incluso de la Ley de Dios, son los fariseos; a los cristianos nos toca defender la misericordia, el amor, cuya primera grada es la justicia. Lo legal, toda ley, toda la legalidad, puede ser importante, pero siempre menos importante que la finalidad de la legalidad toda, que siempre es la justicia. Para todo lo que tiene que ver con la ley, la justicia es el fin; mientras que toda ley, y toda la ley, es un medio.

EEUU, para volver al caso, puede aprobar y promulgar todas las leyes que quiera dentro de su territorio, porque es un país “soberano”; en eso estamos de acuerdo. Sus poderes ejecutivo y judicial tienen todas las posibilidades de coacción jurídica respecto a quienes no respeten sus leyes dentro de su territorio. Pero si la ley promulgada es injusta, por muy legal que sea, nadie en el mundo puede predicarnos que tenemos que respetarla.

Igual que es poder del Estado imponer el cumplimiento de las leyes promulgadas dentro de su territorio, respetar o no una ley injusta es opción responsable mía y queda a mi conciencia el tomar la decisión de respetarla o no. Desde luego, queda también de mi parte el asumir responsablemente las consecuencias de mi decisión. Pero, repito, nadie, ni el Papa -a mí que soy católico-, puede exigirme que yo respete una ley manifiestamente injusta.

Esta argumentación no es ni siquiera novedosa: es la que llevaba al martirio a los primeros cristianos frente a unas leyes del imperio romano que les prohibían ser cristianos.

El fundamento de todo el problema concreto entre lo justo y lo legal está en que la conciencia es el criterio último de responsabilidad para decidir, no la ley. Esa libertad de la conciencia para decidir responsablemente nace de la dignidad de la persona humana. Así, aunque el error no tenga derechos, la persona que yerra, como persona, siempre los tendrá.

Ni la ley ni una Iglesia hacen verdadera a la verdad; es la verdad la que hace verdadera tanto a la ley como a la Iglesia. Nos va quedando claro, al final de un segundo milenio de caminar cristiano, que el ser humano, cada ser humano, se siente obligado normalmente a buscar la verdad y, si llega a conocerla o por lo menos a conocer lo que él cree la verdad, se ve, también normalmente, moralmente obligado a seguir esa verdad y a actuar de acuerdo a lo que él honestamente cree ser la verdad. La verdad no puede imponerse desde fuera; se impone desde dentro, por la fuerza de la misma verdad.

Buscar la verdad y seguir lo que se considere la verdad encontrada, es un derecho inviolable de la persona humana, y la ley, ninguna ley, está por encima de ese derecho. ¡Nos ha costado siglos enteros de intolerancia, de inquisiciones y cruzadas!, pero la conciencia que parecemos ir adquiriendo ahora de la dignidad de la persona humana -sea cual sea su sexo, color, condición económica o social-, exige que la actuación de cada persona goce y use de su propio criterio y libertad responsables. Ya sabemos -¡no faltaba más!- que la naturaleza del ser humano no cambia, pero sí ha cambiado el conocimiento que en cada época vamos teniendo de esa naturaleza.

La dignidad de la persona -que los cristianos decimos que la fe nos revela infinita- exige que esa libertad para buscar la verdad y seguirla esté totalmente vacunada contra toda coacción o chantaje. En el punto de la búsqueda personal de la verdad y de su seguimiento consecuente nadie puede ser obligado a obrar contra su conciencia.

¿Y de dónde nace esa dichosa dignidad de la persona? Nace -decimos- de su capacidad natural de razonar y de actuar libremente (por muy condicionada que esté, jamás ha sido determinada, creemos), lo cual la vuelve responsable. Y así, aunque me equi-voque en la verdad que creo ser la verdad, no me equivoco en el buscarla y en el adherirme a ella. Esto es lo que llamamos conciencia responsable y criterio último de respon-sabilidad para decidir.

Podemos aducir muchos ejemplos en nuestro Continente, algunos de ellos bien agudos:

-El de la diferencia entre el salario mínimo legal y el que sería el salario mínimo justo.

-O el de los tratados internacionales impuestos a fuerza de presiones económicas, políticas y militares, tratados que a lo mejor figuran como ejemplos de legalidad en materia de derecho internacional, pero que no son por eso menos injustos.

-La Deuda Externa de América Latina, que es legalísima según las leyes de nuestros países y del neoliberalismo imperante, pero que es injustísima (además de impagable). ¿Por qué habríamos de tener obligación de pagar (obligación moral, desde luego) lo que a todas luces es injusto, por muy legal que sea?

-Está también el problema de las necesarias reformas agrarias a todo lo largo de nuestro atribulado Continente. La posesión actual de los terratenientes -que por ser todo son hasta los autores de las leyes- es una posesión legal, pero evidentemente injusta; posesión tal que ha llevado a que el derecho de propiedad privada de las tierras esté hasta por encima del derecho fundamental a la vida humana, y a convertir el derecho de algunos a la propiedad privada de las tierras en el derecho a privar de la propiedad a la inmensa mayoría.

-La legalísima privatización de los bienes y empresas públicas o nacionales está en contradiccción con la justicia de tales medidas y sus efectos secundarios, como en las peores medicinas de nuestra farmacopea.

-Quizá el caso más hiriente de ofensa a la justicia por parte de la legalidad es la indefensión y desposesión en que están desde hace quinientos años, los indígenas de América Latina.

Como ya dice la Sagrada Escritura, la mera presencia del justo estorba, porque señala y desestabiliza al desorden establecido, llamado, según las leyes, “orden”. El justo o lo justo es siempre una piedra en el zapato de lo legal. El jubileo, que tan alegremente nos estamos preparando a celebrar para el famoso año 2000, nació en Israel, precisamente para hacer desaparecer las desigualdades extremas que hubiera hecho nacer, en los cincuenta años anteriores, la diferencia entre lo justo y lo legal.

Mi conciencia me dice -para terminar por donde empecé- que yo tengo obligación de respetar las disposiciones estatales que sean legales, pero solamente aquellas que sean al mismo tiempo justas. Mi conciencia me dice que no tengo por qué respetar leyes injustas, por ejemplo leyes racistas, por muy legales que sean. Las leyes racistas, además, son contrarias a la misma constitución de EEUU, tan soberano él para hacer sus leyes.

 

Alejandro von Rechnitz

Panamá