Las cuatro deficiencias del mercado

Las cuatro deficiencias del mercado

José Ignacio González Faus


A lo mejor ocurre con el mercado lo mismo que con la mecánica de Newton: parece evidente e insuperable, hasta que Einstein pone de relieve que sólo tiene vigencia en unas dimensiones “pequeñas” y deja de funcionar conforme la velocidad del sistema se acerca a la velocidad de la luz (entonces habrá que recurrir a la mecánica cuántica y a la teoría de la relatividad). Alegorizando el ejemplo habría que decir que la “planetización” del mundo equivale a ese “acercarse a la velocidad de la luz” o superar los límites de las propias dimensiones. Entonces deja de funcionar el mercado, y pone de relieve sus cuatro grandes “Deficiencias”...

1- El mercado detecta mal.

No descubre las necesidades básicas sino los caprichos refinados. A niveles mundiales, no atiende a la demanda de la mayoría sino a las posibilidades de la minoría. Marx ya había percibido este peligro cuando escribió que si, en un país, hay mil personas sin calzado pero que no pueden pagárselo, esas mil personas simplemente “no existen” para el mercado. En las grandes dimensiones, la ley de oferta y demanda se convierte en una ley de oferta “a” la demanda, lo cual es una cosa muy distinta. La principal característica de la economía de mercado es que su objetivo principal no es producir bienes y servicios para satisfacer las necesidades humanas, sino mercancías para ser vendidas y obtener un beneficio. Desde una óptica simplemente humana, que sostiene que los derechos primarios de los pobres son más sagrados que los derechos (secundarios o terciarios) de los poderosos, hay aquí una grave deficiencia que no es sólo ética, sino que acaba siendo también económica.

2- El mercado distribuye peor.

Con la mundialización de la economía, ya no es posible (o lo será cada vez menos) imponer correcciones al mercado. Cada vez los Estados disponen de menos medios para hacer la redistribución que el mercado no hace. El poder económico es más fuerte que el político y no está nada democratizado: va quedándose en manos de las multinacionales que son otra versión de la “planificación central” y que pueden imponer su voluntad, porque se irán a otro lugar si un Estado les hace exigencias de humanidad y justicia.

La competitividad que se dice reclama el mercado es cada vez más difícil si se quiere una distribución no ya “justa” sino simplemente “no insultante” de la riqueza: pues cada vez irán apareciendo más “dragones” (del Este o de donde sea) que habrán aprendido nuestra lección y aplicarán los mismos procedimientos con los que antaño se desarrolló Occidente, obligándonos a volver a la situación social del XIX, so pena de perder toda competitividad. En los años venideros vamos a asistir a una desmantelación progresiva de todas las conquistas de la clase obrera de los dos pasados siglos, como única forma de no ser barridos del mapa comercial.

Quizá ese proceso ha comenzado ya: hasta hace muy poco, el trabajo era visto por mucha gente como uno de los campos más importantes de explotación del hombre por el hombre. En estos momentos tener trabajo (en condiciones muchas veces bien inferiores a las de hace pocos años) es mirado como un privilegio casi injusto, o como una meta casi bienaventurada. A nivel mundial, tener trabajo es lo que más importa: ya no importa en qué condiciones. Que el salario sea una magnitud irrenunciablemente ética, y no meramente económica, porque afecta a personas y no a mercancías (como intentó subrayar la doctrina social de la Iglesia, aunque luego la Iglesia fuese la primera en no cumplirlo), es algo que carece de sentido: desde la abstracción de un mercado “global” no se ven personas sino “capital variable” o “masa salarial”. ¿Cabe algo más impersonal que una masa? De aquí al retorno a la esclavitud como forma de supervivencia, quizá no haya más que un paso.

3- El mercado despilfarra.

El despilfarro del lado de la oferta convierte la supuesta “mano invisible” de las visiones bucólicas del mercado en un realísimo “puño de hierro”. Por válidas y estimulantes que puedan parecer las críticas de ciertos autores, lo que más desanima es la solución que proponen y que se resume en “democratizar la economía”. Un elemental realismo enseña que la democracia en economía está hoy tan lejos (¡por lo menos!) como podía estar la democracia política en tiempos de Luis XIV. Y para poner un ejemplo fácil de ese “despilfarro de la oferta” (que seguramente no será el más importante pero sí es de los más visibles) pensemos un momento en el mundo de la propaganda.

La propaganda es hoy la mayor demanda que existe en el mercado: por eso resulta tan cara, y lleva al mercado a un grado de abstracción desconocido en sus orígenes: “la verdadera demanda ya no es la de mercancías sino la de modos de colocarlas”. El marketing es exactamente la muerte del mercado. ¿Por qué la publicidad, si es tan cara, además de tan falsa y lógicamente tan inútil? Pues porque, en la situación actual, “ya no se trata de mejorar el producto, sino de mejorar el impacto”, incluso aunque esa mejora encarezca sobremanera el producto. El consumidor difícilmente sabrá prescindir de él; y así todo el mundo vive por encima de sus posibilidades, y siente que vive por debajo de sus aspiraciones. La propaganda se convierte así en una especie de dios. En salarios y seguros se puede ahorrar, pero en publicidad es imposible.

Resulta así que el consumidor paga una especie de impuesto indirecto enmascarado. Y están todavía muy lejanos en el horizonte histórico, los tiempos en que la conciencia democrática del ciudadano le lleve a prescindir de todos los programas en que aparezcan anuncios y de los productos que se anuncien en momentos inconvenientes. Los ciudadanos tienen ese poder pero o no lo saben, o no desean utilizarlo.

4- El mercado degrada.

Al convertirse en sistema global, que se ha salido de una región de la vida para configurar la totalidad de la convivencia humana, el mercado degrada (convierte en “mercancía”) muchas actividades humanas que tienen demasiada dignidad como para ser objeto de compraventa. La primera de ellas es la “fuerza de trabajo” de la persona. No es que esto sea nuevo: “el oficio más antiguo del mundo” consiste en convertir algo tan sagrado como la intimidad sexual en materia de mercado; sujeta a la ley de oferta y demanda. Y el “pecado mayor” (según algunos santos antiguos) era convertir en mercancía las posibilidades religiosas del ser humano: la simonía. La relación laboral pasa a ser en el capitalismo una especie de prostitución o de simonía: por eso toda su gracia está en obtener “lo que no se puede pagar”; en obtener el máximo pagando el mínimo.

A partir de aquí, la relación de mercado se convierte en la única relación humana que existe. La información deja de ser un derecho indispensable para ejercer la democracia, y pasa a ser una mercancía: se nos informa de lo que “da dinero”, no de lo que necesitamos saber para decidir. La democracia se degrada en un auténtico mercadeo de votos, y los discursos electorales son el tipo de lenguaje más parecido a los anuncios de televisión. “Todo es Mercado”. Y así llegamos a la vertiente teológica del tema.

Como conclusión...

Un hombre tan poco sospecho-so como Max Weber escribe:

“Cuando el mercado se abandona a su propia legalidad no repara más que en la cosa, no en la persona, no conoce ninguna obligación de fraternidad ni de piedad, ninguna de las relaciones humanas portadas por las comuni-dades de carácter personal. Todas ellas son obstáculos para el libre desarrollo de la mera comunidad de mercado... El mercado ‘libre’, esto es, el que no está sujeto a normas éticas, con su explotación de la constelación de intereses y de las situaciones de monopolio y su regateo, es considerado por toda ética como cosa abyecta entre hermanos”. En tiempos de Weber esa lógica aún tenía cierto contrapeso. Hoy ya no.

Con otras palabras: puede discutirse aquello de Dostoievsky: “si Dios no existe todo está permitido”; lo que me parece innegable es que si sólo existe el mercado, todo está permitido. Y revelar que hacia ahí nos encaminamos sería el significado de la crisis actual.

La crisis actual revelaría que capitalismo y Estado del bienestar son incompatibles: durante algún tiempo no lo parecieron porque el miedo al comunismo hizo que el lobo se presentara con piel de oveja. Caído aquél, el capitalismo revela su verdadera dinámica: la de un “apartheid” económico que crea un Estado de malestar con islotes de superlujo.