La vida de la memoria

La vida de la memoria

Eduardo de la Serna


En la historia de nuestra identidad latinoamericana, la memoria ocupa un lugar central; y en la historia de los imperios, borrar esa memoria, tapar esa identidad, es un eje sobre el que gira su fuerza y su poder. ¿Hace falta detenernos -por ejemplo- en la resistencia impresionante que significa la identidad de los pueblos originarios y cómo se intentó e intenta hacerlos callar, o tapar? Mientras algunos gobiernos de países -como es el caso de México y varios de Centroamérica, mostraban sus raíces aborígenes “for export” y para el turismo, al mismo tiempo expulsaban o reprimían a sus hijos primeros negándoles derechos, como fue el caso de los miles de refugiados guatemaltecos en el sur mexicano. Otros países, como Chile, Uruguay o la Argentina, se mostraban -con matices- como “químicamente puros”, “limpios y blancos”; pero al llegar el tiempo oportuno, “como por arte de magia”, la identidad aborigen apareció con toda su memoria. Así en toda América Latina, desde Chiapas a la Tierra del Fuego. La identidad aborigen no pudo ser callada, y menos aún borrada, y con siglos de resistencia hoy se revela al mundo con su cultura, su lengua, sus fiestas, su fe, y su vida. Hasta un país como la Argentina, que se “jactaba” (¿?) de no tener ni negros ni indígenas (y de ser “europea”, sic), tuvo que reconocer en la reforma de su Constitución nacional (1994) que corresponde al Congreso de la Nación: “Reconocer la preexistencia étnica y cultural de los pueblos indígenas argentinos. Garantizar el respeto a su identidad y el derecho a una educación bilingüe e intercultural; reconocer la personería jurídica de sus comunidades, y la posesión y propiedad comunitarias de las tierras que tradicionalmente ocupan; y regular la entrega de otras aptas y suficientes para el desarrollo humano; ninguna de ellas será enajenable, transmisible ni susceptible de gravámenes o embargos. Asegurar su participación en la gestión referida a sus recursos naturales y a los demás intereses que los afecten. Las provincias pueden ejercer concurrentemente estas atribuciones” (art. 45 inc. 17). Ciertamente esto no se ha hecho, pero al menos se ha dado un primer paso...

En la historia de nuestra identidad eclesial latinoamericana, la memoria de los testigos ocupa un lugar central, porque es una palabra que Dios dirige a su pueblo. Y en la historia de los poderes enquistados, las estructuras secas y las jerarquías de poder, se hace necesario hacer callar la voz de Dios para conservar poder, el poder “divino”, el de los símbolos, y también el del dinero. ¿Hace falta detenernos en los silencios eclesiásticos ante muertes y martirios de tantas y tantos testigos? “Ninguna curia bien montada” puede entender que la vida y la tradición no es agua estancada sino un torrente que lleva vida y riega esperanzas. Mientras pueblos enteros permanecen crucificados, y los crucificadores se aferran a su fuerza, miles de mártires anónimos y conocidos, laicos y laicas, religiosos y curas, pastores y obispos son una palabra que Dios dirige a sus hijos. Para unos, esa memoria conviene silenciarla para no ver que otra Iglesia es posible, aunque se silencie la voz de Dios. Reconocer a Angelelli, o a Romero, como mártires, sería a su vez “desconocer” a los “eclesiásticos” que fueron sus críticos, y adversarios, como silenciadores de una voz de Dios. Y para lograr esto -en muchos estratos “oficiales”- se pretende buscar una “explicación teológica” conveniente. De allí que el acento del martirio -para que “oficialmente” sea considerado tal- se ponga en la fuerza de los crucificadores más que en los crucificados: los mártires son reconocidos como tales si los que los matan tienen “odio a la fe”, no si el mártir “ama la fe”, busca la justicia, y apuesta por la vida... Por eso, para otros, hablar de “san Romero de América”, Luis “pueblo” Espinal, Enrique “pastor bueno” Angelelli, Elba y Celina, Joao Bosco y toda una “caminhada” del pueblo y de pueblos, las cruces del Mozote, en El Salvador, los desaparecidos de Chile y la Argentina, mujeres y campesinos como en Bolivia, Perú, y Guatemala, los aborígenes y negros de la América toda, todo eso implica saber que todos ellos manifiestan una voz de Dios, una voz “dentro de Auschwitz”, como dice don Pedro. Para unos, una voz que no conviene escuchar, y que si es posible se debe silenciar, y que mucho menos conviene hacer resonar; y para otros, una voz que nos pone en camino: «pueblo latinoamericano, Iglesia de los pobres, pueblo de hermanos, “¡levántate y anda”! Y sigue el ejemplo testimonial de tus hermanos detrás de las huellas de Jesús».

Los mártires son una voz primera, y una voz última donde Dios nos habla. Primera, porque dieron vida, última porque dieron la vida. Dando vida revelaron el Dios en el que creyeron: el Dios Padre-Madre dador de vida. Y supieron enfrentar las fuerzas de la muerte, muerte negadora de identidad y memoria. El imperio y sus lacayos necesitan esconder la memoria y negar la identidad para tener fuerza. Y si es necesario, matarlas, para no verse débiles. Los dadores de vida, al darla saben que por las venas de la vida corre sangre de memoria con ADN de identidad. Los dadores de muerte antes que enfrentar a varones y mujeres, enfrentan memoria. Porque la memoria y la identidad que nos vienen con la vida, y de la que los mártires son bandera, es escudo contra el imperio, porque es vida propia con lengua propia, fiestas propias, comidas propias, bailes propios, en la propia identidad. Y por eso el imperio busca imponer su “memoria tuerta”, introyectar su identidad imperial para ser allí fuerte, para “uniformar” con sus “catequistas” hollywoodenses, o sus billetes teñidos de sangre de falsa deuda externa. Y dan la muerte. Pero la memoria de los mártires -que son memoria, también ellos- nos recuerda nuestro propio camino caminado y por caminar, y las huellas en nuestro propio barro.

En la memoria y la identidad hay miedos y máscaras, hay -por lo tanto- “enmascaradores” y “aterrorizadores”. Hay miedos ancestrales, y miedos nuevos. Y la memoria se vuelve militancia y vida cuando el miedo a la oscuridad sale a la luz, cuando el miedo a la muerte se vuelve resurrección. Ante el miedo cierto de desaparecer, y las fuerzas oscuras de la muerte, en la Argentina empezó una lucha entre la memoria y la amnesia. Hubo juicio a los comandantes de la más espantosa dictadura militar de su historia, y hubo condena jurídica y popular. Y hubo noche al ponerse “punto final” a los juicios e indultarse, en nombre del perdón y la reconciliación, a los culpables. Hubo un “nunca más” a la muerte, y otro “nunca más” a la verdad. El 24 de marzo de 1976 la sangre, la muerte y la desaparición reinaban en el país. El 24 de marzo de 2004 la memoria se hizo grito; la Escuela de Mecánica de la Armada (ESMA), célebre campo clandestino de detención, campo de concentración, lugar de nacimientos clandestinos e hijos entregados a gente “ideológicamente pura”, lugar de trabajos forzados y manipulación de la historia, ese mismo edificio era entregado para construir allí un “Museo de la Memoria”. Entre llantos, abrazos, tristezas y esperanzas, hubo espacio para la memoria y un mojón en la edificación de la utopía. Pero ese día, también, se despertaron las fuerzas de la muerte, con todo su poder en los Medios de Comunicación, “se reconciliaron Herodes y Pilato”, se empezó una campaña acompañada por desabastecimiento de gas y electricidad, aumento de precios, y movilizaciones públicas en nombre de la “seguridad”. Pero la memoria no había podido ser callada, ni después de años de represiones, ni con años de ocultamientos, y la memoria se había hecho fiesta y grito, la memoria era huella en la caminhada y allí estaba. Y no como “museo” de cosas pasadas y sepultadas, sino como huella del horror y del espanto. Y por eso hubo fiesta, porque delante de toda esa gente allí reunida no estaba la muerte sino la resistencia, el triunfo de la vida que sigue “refregándonos” ante los ojos que aún ante ese símbolo de la muerte, la resurrección estaba allí si se la quería mirar. Los resucitados eran los crucificados, y ahora jóvenes que habían nacido allí, en el antro de muerte, nos seguían mostrando que el amor y la vida son más fuertes que la tortura y la muerte. El amor y la memoria siguen vivos y caminando a nuestro lado, como en Emaús.

La memoria, en Israel y el cristianismo primitivo es un tema importantísimo, hasta el punto que se ha dicho que para la Biblia griega de los LXX “este concepto es central en la mirada bíblica de Dios” (1). Dios es un Dios que hace memoria, que recuerda, y que invita a su pueblo a recordar. Por un lado, el pueblo debe hacer memoria, y el objeto principal de ese recuerdo es la alianza, recordar los acontecimientos liberadores del éxodo (especialmente en la teología del Deuteronomio: Dt 5,15; 15,15; 16,3.12; 24,18.22). La razón de recordar (zâkhar) es poner delante, es traer al presente sus efectos, -es re-presentar-acontecimientos positivos o negativos del pasado; los negativos, para castigarlos (Neh 6,14; 13,29), los positivos para revivirlos (Is 63,11-14). Por eso, el pueblo, cuando se ha arrepentido de su pecado, se atreverá a pedirle a Dios que no se acuerde de su mal (Is 64,8). El hecho que Dios recuerde ocupa un rol muy importante en el AT (ver Os 7,2; 8,13; 9,9; Jer 14,10), y se expresa en frecuentes oraciones: “Acuérdate, Señor, de tu compasión y de tu amor, porque son eternos. No recuerdes los pecados ni las rebeldías de mi juventud: por tu bondad, Señor, acuérdate de mi según tu fidelidad” (Sal 25,6-7). Así, después de tanto pecado, Yavé se compromete con una nueva alianza, escrita en los corazones de su pueblo, y dice que “esta es la Alianza que estableceré con la casa de Israel, después de aquellos días -oráculo del Señor-: pondré mi Ley dentro de ellos, y la escribiré en sus corazones; yo seré su Dios y ellos serán mi Pueblo. Y ya no tendrán que enseñarse mutuamente, diciéndose el uno al otro: «Conozcan al Señor». Porque todos me conocerán, del más pequeño al más grande -oráculo del Señor-. Porque yo habré perdonado su iniquidad y no me acordaré más de su pecado” (Jer 31,33-34).

Como ejemplo de la fuerza de esta identidad y memoria es interesante recordar brevemente el acontecimiento de Babel (Gen 11,1-9). Tradicionalmente el texto se leyó como una explicación etiológica del origen de las diversas lenguas, entendiendo la dispersión e incomprensión como un castigo divino por la soberbia. Desde hace ya un tiempo, M. Schwantes y S. Croatto nos han hecho notar que “la torre y la ciudad”, el “hacerse un nombre” son signo tradicional de las ciudades y su poder en Mesopotamia, y la desmesura de pretender trascender de un modo inmortal. Esta fuerza imperial de Babel (= Babilonia), necesita la unidad de lenguaje como un bien que no debe perder para mantener su fuerza, su poder centralizado, de su querer “ser como Dios”. Al confundir su lenguaje, Dios opone Su proyecto al proyecto del imperio, y él mismo efectúa la dispersión, con lo que obstaculiza al imperio la realización de nuevos proyectos. Aquí es bueno recordar que en el texto sagrado del Enûma eliš, el Dios Marduc dice que “llamare su nombre “Babilonia”, las casas-de-los-grandes-dioses”. Dios mismo se revela, entonces, como responsable de “la anulación de posibles superproyectos humanos (...) la Babilonia que exilia al pueblo de Judá y lo ‘dispersa’ por toda la superficie del imperio, será a su vez ‘dispersada’ por Yavé (...) es un pronóstico de la suerte final de la Babilonia opresora de los judeos (...) la unidad de lenguaje (era) instrumento de opresión (y...) la pluralidad de lenguajes es la forma de castigo del opresor, pero es la bendición de los oprimidos” (2). La propia lengua, signo de identidad, es signo también de enfrentamiento a la opresión y el imperio (¡y bien que saben esto los pueblos originarios!).

En el NT, especialmente en el Cuarto Evangelio, recordar las palabras de Jesús es característico de la incomprensión primera de los discípulos y de su ulterior profundización (Jn 2,22; 12,16), o de la comprensión mayor que brindará el Espíritu Paráclito (Jn 14,26). Las primeras comunidades deben recordar las palabras de los apóstoles (1 Cor 11,2), la tradición es -precisamente- un llamado a hacer memoria, no en el sentido de volver al pasado, sino de vivir el presente, que ese pasado sea significativo en la actualidad como una comprensión actualizada de la palabra de Dios, de su obrar en la historia, de su acción liberadora. En este contexto se debe entender la celebración litúrgica, es recuerdo (zikkaron [hebr.], anámnesis [gr.]), porque es “hacer memoria”, es traer al presente el acontecimiento liberador del éxodo, o del dar la vida, para que sea re-vivido en el presente por los “con-celebrantes”. Dios es Dios de la memoria, y su pueblo también debe serlo. “La memoria del justo es bendecida, pero el nombre de los malvados se pudrirá” (Pr 10,7).

Es la lucha de la amnesia y la memoria, lo que decide la identidad y la salud de una población. Así lo decía Freud:

“Tarea de la cura es suprimir las amnesias. Si se han llenado todas las lagunas del recuerdo y esclarecido todos los enigmáticos efectos de la vida psíquica, se ha imposibilitado la prosecución de la enfermedad, y aun su neoformación. La condición para ello puede concebirse también así: Deben deshacerse todas las represiones; el estado psíquico resultante es el mismo que produce el llenado de todas las amnesias. De mayor alcance es otra concepción: se trata de volver asequible lo inconsciente a la conciencia, lo cual se logra venciendo las resistencias” (3)

Toda sociedad, y toda iglesia tiene sus máscaras, con las que tapa la identidad y calla la memoria. Desde la Inquisición hasta las dictaduras, la quema de libros fue un símbolo de la lucha de los poderosos contra la memoria (ver 1 Mac 1,56) porque allí radica la fuerza de la esperanza y la edificación de “otro mundo posible”.

Cuando la Iglesia de los pobres retira las máscaras y pone los rostros de sus mártires, hace memoria; cuando el pueblo de los pobres hace fiesta de la vida, le quita el monopolio de la alegría a los dueños del poder; cuando la esperanza de los pobres recupera la memoria, su identidad se levanta como bandera y utopía, cuando un pueblo es capaz de levantar memoria donde imperaba la muerte, la muerte pierde su aguijón. Y así, con rostros, con nombres, con pueblo y vida la memoria deja de ser agua estancada, la tradición es un río que corre torrentoso, como la vida para alimentar la memoria, para edificarla y para que esa memoria sea un grito que da futuro a nuestro presente.

Notas

(1) Michel, art. mimnêskomai... en ThWNT IV, 675.

(2) J. S. Croatto, Exilio y sobrevivencia. Tradiciones contraculturales en el Pentateuco. Comentario de Génesis 4,1-12,9, Buenos Aires 1997, 388-389.

(3) “El método psicoanalítico de S. Freud” [1903], en S. Freud, Obras Completas, Standard edition vol. 7.