La teología feminista en la historia

La teología feminista en la historia

Teresa Forcades i Vila


Con ese título escribí hace diez años un libro. En él afirmaba que la teología feminista existe desde que existe la teología patriarcal: desde que existen teologías (reflexiones sobre Dios) que consideran a las mujeres menos aptas que los varones para representar o interpretar lo divino, han existido alternativas críticas que han reivindicado la igualdad ante Dios de mujeres y varones. Hoy sigo pensando de igual modo, particularmente tras haber tenido la oportunidad de profundizar en el papel de las mujeres en las primeras comunidades cristianas y de haber constatado hasta qué punto resulta significativo que, según tres de los cuatro evangelistas, Jesús resucitado se aparezca en primer lugar a una o a dos mujeres, antes que a ningún varón, y que uno de los evangelistas incluso riña a los varones por no haber creído en el testimonio de María Magdalena (Mc 16,14). En latín, la palabra ‘testigo’ y la palabra ‘testículo’ son la misma (testes). El par de testes-testículos tradicionalmente necesarios para establecer la masculinidad se asocian al par de testes-testigos legalmente necesarios para dar por establecido un hecho histórico. La nueva Creación inaugurada por Cristo rompe esta lógica patriarcal al presentar a una mujer sola, o a dos, como sus primeras testigos.

Los textos primitivos del budismo, por su parte, testimonian que la conciencia de la discriminación de las mujeres y la respuesta crítica ante ella existían ya antes de Cristo: tal como explico en el libro, la primera manifestación feminista de que tenemos noticia fue organizada en el s. V a.C. por Mahapajapati Gotami, tía materna de Buda. No creo que fueran solamente las mujeres motivadas religiosamente, como María Magdalena o Mahapajapati Gotami, quienes desafiaran el sexismo de la época; más parece que han sido sólo las tradiciones religiosas las que, aunque muy a regañadientes, han preservado su memoria.

Considero que las distintas teologías feministas tienen hoy el reto de analizar de forma crítica la asociación moderna que vincula la religiosidad tradicional con el sexismo y reserva para el humanismo secular la emancipación de las mujeres. Al rechazar la identificación entre modernidad y emancipación, la teóloga feminista se sitúa en la encrucijada incómoda, irritante y fecunda inaugurada por Joan Kelly en 1982 con su análisis de la querelle de femmes que caracterizó los primeros siglos de la Modernidad. Kelly constató que la teocracia medieval definía la plenitud humana en términos de ‘santidad’ a la vez que reconocía el pleno acceso de las mujeres a ella y ponía a disposición de las mujeres abundantes ejemplos de santidad femenina socialmente relevantes. El humanismo renacentista, en cambio, rechazó la santidad como ideal de realización humana y lo sustituyó por el desarrollo intelectual (ejercicio de la propia razón) y político (la participación en el progreso social); las mujeres quedaron excluidas de ese ideal humano renacentista definido. A la vez que rechazó todas las barreras sociales como constructos artificiales que introducen jerarquías violentas donde la naturaleza creó igualdad, el humanismo universalista moderno naturalizó las barreras sociales que separan a los varones de las mujeres. Así, con la modernidad y no antes, nacemos ‘las mujeres’ como categoría social. Antes existíamos por supuesto las mujeres, mas no como categoría social ya que una aristócrata poco tenía en común con una mujer del pueblo; la aristócrata se definía socialmente como aristócrata, no como mujer. La división premoderna en estamentos sociales no implicaba la igualdad de las mujeres dentro de su categoría social, pero dificultaba la naturalización de ‘la esencia femenina universal’.

Con la Modernidad, la esencia femenina no solamente se naturaliza sino que se teologiza: la inferioridad de todas las mujeres respecto a todos los varones se considera instituida por Dios y necesaria para la buena marcha de la sociedad. La ley sálica –que prohibe gobernar a las mujeres– se introduce en Francia en 1328. Considero que la teologización de la submisión social de las mujeres se llevó a cabo de forma mucho más profunda que la teologización de la submisión social de los estamentos sociales inferiores. Al fin y al cabo, Jesús fue un hombre del pueblo, no un aristócrata; y hombres del pueblo fueron también sus primeros discípulos y los primeros mártires. Jesús, en cambio, no fue mujer y la tradición canónica no ha preservado la memoria de las mujeres como discípulas de Jesús en igualdad con los varones. Sí fueron las mujeres mártires y santas, mas el avance de la Modernidad ha tendido a menospreciar cada vez más el martirio y la santidad y a asociarlos al fanatismo religioso y a la ignorancia pre-científica. Durante la época medieval, la danza de la muerte representada en el atrio de algunas iglesias recordaba a quienes entraban en ellas que el privilegio social era de corta duración: la muerte igualaba a todos; las diferencias sociales eran sólo apariencia. ¿Dónde encontramos en la Modernidad una sabiduría paralela, a saber, la relativización de las diferencias de género? La buscaremos en vano. No aparece históricamente. La naturalización y la teologización de la inferioridad femenina se han consolidado durante cinco siglos de modernidad. Considero que han culminado en la Iglesia Católica con la teología del cuerpo desarrollada por el Papa Juan Pablo II y con el llamado ‘feminismo vaticano’: el reconocimiento de la igualdad en dignidad de varones y mujeres acompañado de una complementariedad binaria de género que se extiende desde lo físico hasta lo espiritual, a la cual se atribuye un origen divino y un significado teológico y sacramental vinculado al ‘gran misterio’ que se menciona en la carta a los Efesios (Ef 5,32).

Según Juan Pablo II, el amor redentor de Cristo expresa la esencia de la masculinidad, que no es otra que la capacidad de ‘vaciarse uno mismo’ para darse a otro; el acto espiritual de ‘dar la vida’ dándose a sí mismo tiene un correlato físico en la capacidad del cuerpo masculino de penetrar y de impregnar el cuerpo femenino. De forma complementaria, la aceptación por parte de la Iglesia del amor de Cristo expresa la esencia de la feminidad, que no es otra que la capacidad de abrirse a fin de acoger el don de sí que ofrece otro; el acto espiritual de ‘acoger la vida’ haciendo espacio en sí misma tiene un correlato físico en la capacidad del cuerpo femenino de ser penetrado y ser impregnado por el cuerpo masculino.

Y ahora viene el punto relevante para el tema de la ordenación femenina: según Juan Pablo II, el ‘gran misterio’ de la complementariedad teológica de los sexos explica por qué el sacerdote, que actúa ‘in persona Christi’, debe ser varón (el varón, como Cristo, se da a sí mismo en la relación esponsal) y por qué la virgen María, símbolo de la Iglesia, debió ser mujer (la mujer, como la Iglesia, recibe y acoge en su seno la donación de sí del esposo que la hace fecunda).

Además de excluir a muchas personas que tienen un cuerpo o un deseo que no se adapta a la complementariedad de penetrar vs. ser penetrado, ‘el feminismo vaticano’ reproduce y refuerza el estereotipo de la feminidad como ‘disponibilidad’ a los deseos o necesidades del varón: la mujer-esposa está preparada para dar la bienvenida y para abrazar la expresión masculina de sí, pero –según este modelo– no está humana, teológica ni eclesialmente preparada para ‘expresarse a sí misma’. El modelo reproduce y refuerza asimismo el estereotipo de la masculinidad como ‘incapaz de acoger’: el varón está preparado para expresarse a sí mismo, pero –siempre según este modelo– no se corresponde a su esencia humana, teológica ni eclesial el ser receptivo (dejarse penetrar, dejarse impregnar) a los deseos o necesidades de su compañera o a la inesperada y siempre excepcional expresión de sí de la mujer. El ‘gran misterio’ de Juan Pablo II resulta ser un viejo prejuicio: se invita a la originalidad personal de la mujer a difuminarse hasta desaparecer convertida en un espejo acogedor para la originalidad personal de su esposo. Personalmente, considero que nuestra plenitud humana, teológica y eclesial no está sujeta a las categorías de género ni a categorías de ninguna clase, sino que se realiza solamente cuando se es capaz de reconocer simultáneamente la originalidad personal propia y la de los demás y se está dispuesto a actuar en consecuencia.

Las personas que tienen identidades sexuales que no se adaptan a las categorías socialmente predominantes encarnan un carácter queer que en el fondo nos afecta a todos, en tanto que todos hemos sido creados a imagen de Dios y llamados a ser como Dios (en quien ni las categorías de género ni ninguna otra categoría encuentran aplicación). Las categorías de género son históricas, no escatológicas. Los sacramentos de la Iglesia, en cambio, no reflejan la realidad histórica de la vida humana, sino su dimensión escatológica (su ser ‘en Dios’). En este sentido, considero teológicamente consistente desde un punto de vista cristiano tanto que las mujeres puedan ser ordenadas sacerdote, como que las parejas homosexuales o transexuales puedan casarse por la Iglesia.

 

Teresa Forcades i Vila
Montserrat, Barcelona, España