La paz entre las religiones para la paz del mundo

La paz entre las religiones
para la paz del mundo
 

Pedro Casaldáliga


Nuestra Agenda de 2002 discutía y alentaba el diálogo entre las culturas frente al anunciado «choque de civilizaciones». Esta Agenda de 2003 está dedicada al diálogo entre las religiones; con el objetivo concreto e inaplazable de ir consiguiendo la paz entre ellas para ir afianzando una verdadera paz en el mundo.

Dios está de vuelta, y las religiones son de actualidad. Estamos viviendo el retorno de lo religioso, con muchas ambigüedades, sin duda, pero en un contexto, como nunca, de pluralidad y de concurrencia.

Por la imbricación que existe entre cultura y religión, se imponía dedicar una Agenda –y nuestra atención y hasta nuestra vida- al diálogo entre las religiones, después de haber hablado del diálogo entre las culturas.

«La distinción entre religión y cultura es difícil de establecer, ya que la religión, representando el elemento transcendente de la cultura, es difícilmente separable de ella», afirma Jacques Dupuis. Raimon Panikkar, por su parte, escribe: «El diálogo interreligioso que vuelve a aparecer en nuestros días como una cuestión religiosa fundamental, nos descubre de nuevo que si bien podemos distinguir legítimamente entre religión y cultura, ambas no se pueden separar». La religión «confiere a la cultura su sentido último, y la cultura presta a la religión su lenguaje».

Cada vez más, en este mundo «globalizado», se reconoce que la paz entre las religiones, su capacidad de dialogar humanamente y en nombre del Dios de la Vida, es factor esencial para la paz entre los pueblos: La paz entre las religiones, para la paz del mundo es «agenda» de urgencia y programa universal. Para la paz del mundo y para el futuro de la tierra. «En medio de la magnífica diversidad de culturas y formas de vida, somos una sola familia humana y una sola comunidad terrestre, con un destino común», nos recuerda la «Carta de la Tierra».

Ese diálogo se impone como fruto doloroso de una larga experiencia de incomprensiones, de querellas y de verdaderas guerras, alimentadas por fundamentalismos, exclusivismos y proselitismos religiosos. Cada vez más se siente la necesidad de un verdadero aprendizaje de diálogo en todas las esferas de la vida personal y social, y más concretamente en esta esfera profunda. «El ecumenismo interreligioso puede ser una ayuda preciosa para hacer el aprendizaje de una Humanidad a la vez una y plural» (Claude Geffré).

El fenómeno creciente de la migración (por guerras, por desempleo, por sequías, por hambrunas), que ya se viene anunciando hace tiempo como una gran convulsión de este nuevo siglo, nos exige reconocer en la población migrante no simplemente brazos más o menos baratos o bocas puntualmente hambrientas, sino personas, culturas, religiones también. Un ser migrante lleva a cuestas toda su vida, todo su pueblo, todo su Dios. Y hay que entrar en su piel y en su alma, y no apenas en su silencio o en su revuelta.

Con diferentes nombres, todas las religiones proclaman, celebran y buscan la salvación de la persona humana. A partir de esa búsqueda común, las religiones deberían aprender a relativizar lo que es relativo y a absolutizar lo que es absoluto. No sólo a encontrarse respetuosamente para el diálogo, sino más bien a convivir en diálogo y del diálogo. Con esa actitud humilde y abierta, el diálogo no sólo es posible, sino también deseable y hasta necesario, porque es complementariamente enriquecedor. «Dios es mayor que nuestro corazón» (1 Jn 3, 20) debería ser la premisa de todo diálogo interreligioso. Dios no se agota en una sola revelación. Y tiene muchos nombres, y siempre es tan misteriosamente inaccesible como próximo, «más íntimo que nuestra propia intimidad» (S. Agustín). Ese diálogo paritario, además, habrá de tenderse no sólo entre los confesantes de una fe religiosa, sino con todos los militantes de la justicia, y en principio, con toda la Humanidad. La historia de Dios con la Humanidad es una sola historia, y, a pesar de la mentira y el odio, tan históricamente humanos, toda ella es una historia de paz prometida, de vida restaurada y de plena salvación final. El shalom bíblico, con su significación de paz plenificada, es sueño y consigna de todas las religiones: «El nombre del único Dios debe volverse cada vez más aquello que es: un nombre de paz, un imperativo de paz» (Novo Millenio Ineunte, 55).

«El fundamento teológico más profundo del diálogo interreligioso -escribe el teólogo interreligioso Jacques Dupuis- es la convicción de que, a pesar de las diferencias, los miembros de las diversas tradiciones religiosas son co-miembros del Reino de Dios en la historia y caminan juntos hacia la plenitud del Reino». La convivencia y el diálogo interreligiosos son, pues, servicio ineludible al proyecto de Dios para la Humanidad.

Esa aldea planetaria que se hace mercado mundial puede irse haciendo también un gran templo común de adoración, de reencuentro, de pacificación. Y son muchas las instancias, los movimientos y las acciones que trabajan con ese soñado objetivo, en las últimas décadas. Ya en 1970 se fundó en Kyoto, Japón, la Conferencia Mundial de las Religiones para la Paz (WCRP)

Esta actitud de diálogo en profundidad exige generosidad y renuncia, conversión de personas y de estructuras, la donación del amor y la utopía de la esperanza. A veces hay que quitarse los zapatos y calzar las babuchas, o descalzarse simplemente, para entrar en una mezquita o en un círculo ritual. Y se traduce esa actitud en servicio, en solidaridad, en militancia económica, política, social… Todas las fes, todas las religiones, todas las utopías han de ponerse a disposición de la vida humana y de la creación entera. Este es el gran desafío común. Y «la respuesta común a los problemas de la humanización de la existencia en el mundo moderno, más que cualquier religiosidad común, o sentido común de lo divino, es el punto más fructífero de entrada a un encuentro de las religiones en profundidad espiritual, en nuestro tiempo» (Paul Knitter). En el documento que firmamos varios pastores católicos y evangélicos, con ocasión de la guerra contra el terrorismo, reafirmábamos la convicción multisecular de que no hay paz sin justicia; de que «sin la superación de las tensiones provocadas por la exclusión y marginación de grandes mayorías; sin el compromiso concertado y sincero para disminuir las desigualdades internacionales, para eliminar el hambre, el racismo, la discriminación contra las mujeres y minorías étnicas y religiosas, para cancelar o reducir la deuda de los países pobres y para limitar la destrucción y los daños ambientales, difícilmente serán gestadas las condiciones para una paz duradera».

Dios, como razón de esperanza, como fuerza de vida, como garantía de paz, es el futuro humano para todas las personas y para todos los pueblos. Felices de nosotros y nosotras si nos decidimos a ser creyentes y anunciadores de ese Dios y «constructores de su paz». Sólo así nos podremos reconocer y seremos reconocidos como hijos/hijas de Dios, como hermanos/hermanas en Humanidad.

En adelante –tiempo nuevo, almas nuevas- las aisladas actitudes proféticas de un Ramón Llull o de los místicos sufíes habrán de ser nuestras cotidianas generosas actitudes.

Shalom, Salam, Axé, Awere, Paz.