La mujer en las grandes religiones

La mujer en las grandes religiones


En el taoísmo

Conforme a la visión del tao, varón y mujer aparecen como expresión y consecuencia de aquella unión primera de dos polos que forman toda realidad (el Ying y el Yang).

Pero estos dos aspectos o contrarios, siendo el uno necesario para el otro, no se pueden presentar en modo alguno como iguales. La mujer es necesaria, pero subordinada, como principio negativo (Ying), que resulta imprescindible para el triunfo del principio positivo (Yang).

Por su parte, Confucio concebía a la mujer como una criatura «irracional» en el sentido «polar» de la palabra: es el polo negativo de la vida que ha de hallarse sometido al otro polo racional o masculino.

Más que como tentación contra la virtud del varón (como presentaban ciertos monjes budistas y aun cristianos), los chinos la entendían como un ser terreno, oscuro, nebuloso, bueno para los trabajos de la casa, y necesario para establecer de esa manera el equilibrio de amor en la existencia.

La función de la mujer sólo encuentra sentido allí donde se encuentra dirigida por el esposo que organiza (dirige) la casa.

En el hinduísmo

El ser humano nace allí donde merece, conforme a la cadena de existencias anteriores. Por eso el paria o la mujer no pueden protestar contra el destino que les toca vivir. Y sólo aceptándolo pueden liberarse y alcanzar tras la muerte una existencia mejor en este mundo, para liberarse finalmente incluso de la vida en la tierra, cuando hayan llegado a la plena perfección o purificación completa.

Las castas superiores (de guerreros o levitas) son grados más perfectos en la escala de las reencarnaciones (en la vía de la salvación). Los miembros de grupos inferiores aspiran a encarnarse en esas castas tras la muerte, para ir avanzando de esa forma en el camino de la salvación. Lo mismo sucede a las mujeres: no pueden alcanzar su libertad final siendo mujeres; pero deben mantenerse fieles a su propia condición de esposas y madres para reencarnarse tras la muerte en un varón y acercarse a la libertad final.

Lo masculino es un estadio superior en el proceso de liberación: el varón está más cerca de la salvación. El varón aparece como una mujer venida a más (que ha ascendido en el camino de las reencarnaciones). La mujer aparece como un animal venido a más (que ha superado la barrera de la animalidad), o como un varón venido a menos (que no ha mantenido su altura precedente). Por fidelidad religiosa a su destino, las mujeres han de someterse. Sólo obrando como seres inferiores cumplen su función sacral y pueden avanzar en el camino de liberación.

En el budismo

Max Weber, en sus «Ensayos sobre sociología de la religión» ha señalado: «la mujer, al menos para la doctrina budista tardía, no sólo es un ser irracional, incapaz de alcanzar la más alta fuerza espiritual (y tentación específica para quienes se esfuerzan por obtener la iluminación), sino sobre todo un ser que no es capaz de alcanzar aquella mística disposición amorosa carente de objeto que caracteriza psicológicamente la condición del «arhat» (iluminación liberadora).

Conforme a esta visión, la mujer en cuanto tal es incapaz de llegar a la contemplación pura, al amor desinteresado, es decir, al estado de la mente que contempla sin objeto (en el vacío total), al amor que ama sin pararse en la cosa o realidad amada.

En el judaísmo

Dios existe por encima de este mundo y de su vida y, por lo tanto, no se puede tomar como hierogamia (unión sagrada de lo masculino y femenino).

Sin embargo, paradójicamente, quizá por la fuerza misma del lenguaje familiar, Dios aparece en símbolos de tipo masculino: es Padre y es Esposo o amigo de los hombres.

En el contexto judío, presentar a Dios como madre hubiera resultado contraproducente, contrario la intención de la Escritura, empeñada en mantener aquel símbolo. Pero debemos añadir que, una vez que en nuestra sociedad han cambiado las condiciones del padre y de la madre, por fidelidad a la misma experiencia bíblica, debemos relativizar, matizar y aun cambiar (si hace falta) los símbolos antiguos.

Cuando decimos hoy que Dios es Padre, no decimos lo mismo que decía la Escritura, porque las visiones del padre y de la madre resultan diferentes: el padre ya no es el «dueño» (responsable) del clan familiar; también la madre es ya persona con autonomía, es dueña de su vida en plano individual y social.

Tampoco se puede afirmar que sólo el padre es activo (creatividad y trascendencia), mientras que la madre es pasiva (receptividad e inmanencia).

Todo eso significa que los mismos términos de padre y madre quedan profundamente relativizados y ya no estamos diciendo lo mismo cuando repetimos las mismas palabras antiguas de la Biblia.

En la Biblia

De un modo general pueden destacarse dos líneas dentro de la Biblia:

a) una es línea de igualdad e independencia. Varón y mujer son ante Dios diferentes y complementarios, como indica de forma lapidaria el texto: «y creó Dios al ser humano a su imagen, varón y hembra los creó» (Gn 1, 27). Aquí aparece el ser humano como «originariamente dual»: no está el varón sobre la mujer, ni viceversa; ambos son libres y distintos y se encuentran vinculados a partir de su propia independencia. En esta misma línea se mantiene el Cantar de los Cantares.

b) Pero, al mismo tiempo, hay en la Biblia una línea de «subordinación femenina». Más que objeto de revelación especial, esta visión aparece como presupuesto que nunca se discute; dentro de una sociedad patriarcalista del tipo israelita, la mujer resulta un ser subordinado.

Así, dice al varón: «no codiciarás los bienes de tu prójimo: su mujer, su esclavo, su buey…» (Ex 20, 17; cf Dt 5, 21). El texto no requiere comentario: prójimo en sentido estricto es el varón, el padre de familia con sus posesiones. Entre ellas, como más elevada, destaca la mujer, como de un modo precioso ha destacado la parábola de Natán (2 Sam 2, 1-4). Ella no vale en sí; vale como propiedad de su marido.

En esta línea de subordinación se ha interpretado muchas veces el mismo texto de la creación del yavista: Eva surge de Adán, como objeto especial de su propiedad (Gn 2).

En el islamismo

El Corán ofrece la impresión de que la vida se encuentra fuertemente sexualizada, de manera que todo encuentro no familiar de un varón y una mujer tiende a interpretarse como «peligroso» (sospechoso). Por eso, ambos deben separarse. Lógicamente, a las mujeres les toca la peor parte. Han de llevar una vida aislada .

Varones y mujeres tienen una misma responsabilidad religiosa. Pero en el camino de este mundo los papeles de unos y otros son distintos. Mahoma ha sancionado y en parte suscitado con sus principios religiosos, un tipo de sociedad estamental donde los dos sexos cumplen funciones diferentes. Los varones guían el orden exterior y regulan el mundo, conforme al ideal de la misma guerra santa. Mientras tanto, las mujeres permanecen en la casa: así cultivan la intimidad y el misterio, desplegando un amor oculto y bien guardado que mantiene encendida la llama de la vida.

Hoy los musulmanes se encuentran divididos en tendencias diferentes. Sin embargo, de un modo general, se han mantenido fieles a una visión literalista del mensaje de Mahoma, impidiendo así que las mujeres puedan «liberarse» al modo occidental. Esto no es sólo una postura reactiva, un gesto de rechazo al Occidente, como puede parecer cuando se mira desde fuera el movimiento fundamentalista que atraviesa el mundo musulmán, desde Marruecos a Indonesia, pasando por Argelia, Líbano y Persia. En el fondo hay un deseo de fidelidad a la palabra revelada.