La filosofía del Imperio

La filosofía del Imperio

Eduardo Hoornaert


1. Desde los tiempos en que surgen las primeras ciudades, hace ocho mil años, en Mesopotamia, la historia de la humanidad se identifica con la historia del imperialismo. En el momento en que una ciudad prospera lo suficiente como para poder subyugar a otra y así crear más riqueza para ella misma, esa ciudad no vacila en hacer la guerra. Más tarde las naciones hacen lo mismo, y así lo hacen hoy los bloques internacionales. Es la regla. Por eso, muchos libros de historia son simplemente un listado de guerras y luchas por el poder.

Es en Mesopotamia, un valle fértil en torno de dos ríos portentosos, el Tigris y el Eúfrates, donde surgen las primeras ciudades y las primeras guerras de expansión. Estamos relativamente bien informados a través de incisiones cuneiformes escritas en tablillas de barro que la arqueología hoy desentierra en grandes cantidades en todo el valle. Esas tablillas contienen informaciones preciosas sobre la forma en que los campesinos de Mesopotamia interpretan su vida. La historia que cuentan es casi invariablemente la historia de los dioses, llena de bebederas y combates, victorias y grandezas, verdadero espejo de la vida de los grandes de la tierra. No faltan dioses ni diosas, ni en el cielo ni en la tierra, ni en los infiernos. Se cuenta hasta 1800 divinidades, con las cuales el campesino dialoga sumiso y lleno de reverencia. La única cosa que puede esperar de su dios (de su señor) es la generosidad, una ayuda en la extrema necesidad. Él acostumbra a vivir lleno de miedo.

Para el imaginario imperial, el mundo es una gran organización de templos. Cada dios, de los 1800, tiene su templo. Con el imperio babilónico emerge un dios mayor que todos los demás: Marduk, imagen celeste del emperador. Él transforma Babilonia en el centro del mundo. Su templo controla gran parte de las tierras mejores del valle e impone tributos sobre toda la producción. Los esclavos de la tierra en realidad son esclavos del gran dios Marduk. A los ojos del pueblo, al rey le viene su poder del hecho de ser ministro de los templos. Él va de ciudad en ciudad, o sea, de templo en templo.

2. Es de extrañar que el modelo imperialista, desde sus primeras experiencias mesopotámicas hasta la actualidad, haya recibido tanto apoyo por parte de filósofos, políticos y religiosos. Por lo menos, aquellas filosofías políticas y religiones que fueron ampliamente divulgadas, siempre apoyaron la idea imperialista. Aunque nos parezca observar cada día que la gran mayoría de las personas mantienen una sana y alegre visión pacífica de la vida, podemos observar también que las filosofías más divulgadas en medio del pueblo son contrarias al sentimiento de felicitad que el universo en que vivimos inspira, y prefieren una visión sombría y guerrera del mundo.

Desde hace siglos, los filósofos más críticos de Grecia consideran necesario el imperialismo e inevitable la guerra. Uno de los primeros filósofos griegos, Heráclito (siglos VI-V aC), formula ese pensamiento en una frase lapidaria: La guerra es el origen de todo. Cuando Prometeo robó el fuego del Olimpo, era para fundir hierro y hacer armas, y con ello iniciar el progreso humano. La guerra crea progreso. Todo lo que el ser humano crea tiene su origen en la guerra, en el hierro y en el fuego: las ciudades, los países, las familias, las propiedades, los ‘negocios’, las corporaciones, en fin, la vida social. Es verdad, dice Heráclito, que las personas sufren bajo la ley de la guerra, pero ellas tienen que acordarse de que existe una ley cósmica, más allá de nuestra observación, que apunta a crear la armonía en el universo y que inevitablemente conlleva la necesidad de la guerra. El hierro gobierna el mundo, la guerra es un mal necesario.

Eso es lo que dicta la razón práctica. Si quieres la paz, prepara la guerra. Desde Platón hasta Bush, Blair, Berlusconi, Chirac... los políticos piensan que el mundo mejora fundamentalmente por medio de la así llamada «guerra justa», o sea, una guerra realizada con la pretensión de conseguir la paz. Ya Platón y Aristóteles garantizan una sociedad de bienestar para todos, siempre que sea dirigida por los «aristócratas», o sea, los más dotados de razón práctica. Aristóteles llega a hacer una experiencia concreta con el joven príncipe Alejandro de Macedonia, de quien se convierte en preceptor. Resultado: en una campaña militar fulgurante, Alejandro Magno forma en pocos años un nuevo imperio.

3. Después de Heráclito, surgen en Grecia diversas filosofías que aplican su pensamiento a la educación del pueblo. La más influyente de esas filosofías es el estoicismo, que surge en el siglo V aC y que por tanto ya lleva 2500 años acompañando a la cultura occidental. Sus ideas son simples. En el universo todo está planeado por una Providencia eficaz e incomprensible. Los designios de la Providencia son insondables, pero sabios. Las cosas de la vida están de antemano marcadas por una ley cósmica de sabiduría inalcanzable. Los seres individuales han de conformarse a esa ley, tienen que cargar el peso con calma, pues el reloj del mundo ya lo marca todo y regula los tiempos y los lugares. Las cosas están previstas desde siempre por un poder misterioso que cuida todo, que ama el orden, la regularidad, el compás de las cosas, el encuadramiento de las personas.

El problema principal está en el desorden de las llamadas «pasiones». El ser humano esclavo de su cuerpo y de sus deseos es un infeliz, está perdido. Su salvación consiste ante todo en la liberación de los impulsos propios del cuerpo, entre los cuales los más poderosos son los sexuales. El cuerpo es la prisión del alma, un peso para la vida «espiritual». El ser humano tiene que liberarse por la educación, o sea, por el control ejercido por la razón y la consiguiente voluntad sobre los impulsos del cuerpo.

Lo que ha de quedar claro en todo eso es el nexo entre la educación estoica y la política. La búsqueda del gozo y de la felicidad personal no combina bien con el orden de las cosas, con el «statu quo» imperialista. El estoicismo, por el contrario, no crea ningún problema para los gobernantes.

4. Este estoicismo de la razón y de la voluntad se extiende durante siglos por todo el universo helenizado (que incluye el imperio romano) y alcanza de lleno los núcleos cristianos a partir de la segunda mitad del siglo II dC. Clemente de Alejandría (III dC) escribe que el estoicismo combina bien con el cristianismo. Es seguido por los Padres de la Iglesia de los siglos posteriores. Todos optan por el derribo del principio del gozo y su sustitución por el principio de la penitencia. Agustín (V dC) conoce bien el estoicismo y lo coloca como base de su teología. Su influencia es inmensa en la formación de la cultura occidental. Lo mismo se diga de Tomás de Aquino (XIII), quien enseña que existe una «ley eterna», una ley que no estaría sujeta a ningún cambio, mucho menos a las «veleidades» de las emociones.

Pero no sólo los religiosos se dejan llevar por la filosofía imperialista. Con los tiempos modernos, ésta llega a impregnar la cultura occidental como un todo. La idea se seculariza con Hugo Grotius de Holanda, que enseña que no es necesario tomar en cuenta lo que las personas sienten, quieren, sufren y desean, sino lo que la «ley eterna de la guerra y de la paz» dicta. A través de Tomás Hobbes y John Locke esas ideas desembocan finalmente en las terribles ideologías del siglo XX como el nazismo, el estalinismo, el franquismo, el salazarismo, y hoy, en el comienzo del siglo XXI, continúan más vivas que nunca. Ante esto, la discusión sobre guerra y paz que fue realizada un poco por todas partes durante la segunda parte del siglo XX, ha probado ampliamente ser insuficiente, y hasta superficial. Los gritos de «guerra nunca más» llenaron las calles, y quedaron en eso, por falta de argumentos definitivos. El gran «señor de la guerra» hoy obedece fielmente al paradigma de Heráclito: es preciso desviar la mirada de las lágrimas de las mujeres iraquíes y de los niños afganos y palestinos, mirar a su Eminencia la Guerra, pues ella obedece a la «ley universal» que rige el mundo. La doctrina de Heráclito continúa pues inalterada, después de 2400 años.

5. A pesar de todo, afortunadamente, América Latina conserva su virginidad. Está siendo considerada -sobre todo por los artistas- como un continente «no estoico». Esto viene de lejos... Al observar la forma de ser de los habitantes de la costa brasileña en 1501, el famoso viajante genovés Américo Vespucio anota en su diario: Parecen más epicúreos que estoicos. Y así siguen hoy, refractarios al estoicismo y a las filosofías sombrías en general.

El poeta chileno Nicanor Parra testimonia: En Chile el saber y la risa se confunden. Otro poeta chileno, Pablo Neruda, escribe: ¡Ah! ¡Si con una gota de poesía y de amor / pudiésemos aplacar la ira del mundo! Otro chileno, el historiador Maximiliano Salinas, insiste a su vez en la originalidad «no estoica» del Continente al describir el carácter propio del cristianismo latinoamericano.

Pero, los amigos de la risa y los refractarios al estoicismo, ¿serán también enemigos del imperialismo? ¿Será verdad que la voluntad positiva a favor de la risa, del gozo y de la felicidad es capaz de vencer a las «armas de la guerra» que moran dentro de cada uno/a de nosotros/as?

Eduardo Hoornaert, Salvador, Brasil