La desigualdad desde una perspectiva cosmopolita

La desigualdad desde una perspectiva cosmopolita

Juan Antonio Fernández Manzano


Abordar la desigualdad global como un problema y no como un fenómeno ya implica en cierto modo situarse desde un horizonte cosmopolita. Trataré de explicar lo que quiero decir con esta idea. El cosmopolitismo parte, a mi entender, de la premisa aristotélica de que los seres humanos son esencialmente seres sociales y políticos, algo que se manifiesta en el desagrado que produce el aislamiento; no en vano, el ostracismo era desde tiempos remotos una de las más severas formas de castigo porque aislaba a la persona de su nicho social y familiar. En consecuencia, cualquier proyecto de vida buena no puede entenderse desgajado de un entorno político-social determinado.

La idea de la sociabilidad natural de los humanos lleva aparejado otro matiz que tiende a olvidarse: existe un vínculo que liga a los individuos que forman parte de una comunidad política y que hace que sus destinos se hallen de alguna manera entrelazados. El individuo solitario, autosuficiente y todopoderoso que presenta el liberalismo es una burda ficción. Los seres humanos son mucho más interdependientes y vulnerables de lo que suele pensarse. El cosmopolitismo subraya la idea de que ante este tipo de eventualidades no es posible permanecer indiferentes puesto que somos responsables los unos de los otros.

Ser cosmopolita no es en absoluto rechazar la pertenencia a una polis. Cosmo-polita, o ciudadano del mundo, no es sinónimo de “a-polita”, ciudadano de ninguna polis. El cosmopolitismo no puede negar que la vida de las personas se desarrolla en un marco político localmente determinado. Es indudable que los afectos, las lealtades y los lazos sentimentales tienden a estrecharse entre aquellos que están más próximos, pero el paso que da el cosmopolitismo, una vez afirmado lo anterior, es el de considerar que el vínculo de corresponsabilidad que une a los individuos con el resto de conciudadanos de su comunidad no supone un cierre a la instauración de nuevos vínculos con sus semejantes, a pesar de que sean miembros de otras comunidades.

Esta afirmación de fraternidad universal puede sonar excesivamente general o bienintencionada. Para afinar esta idea, podemos afirmar que los derechos de un nacional de un determinado Estado no deberían anteponerse a los de cualquier persona. Denominarse cosmopolita supone en un primer momento la negativa a considerar que el repertorio de derechos y deberes básicos pueda ser exclusivamente definido por la pertenencia a un entorno político determinado.

Esto supone abogar por la convergencia entre los derechos del ciudadano y los derechos del ser humano. Reclamarse cosmopolita implica defender la pertenencia de los individuos, al margen de su nacionalidad, a una comunidad política superior, tanto si existe como si no, de la que serían miembros por el mero hecho de ser humanos. No es posible la convivencia pacífica si no se respetan los derechos básicos de quienes son afectados por nuestras decisiones.

Como es fácil de colegir, esta premisa cosmopolita no supone la renuncia de los individuos a la pertenencia a sus particulares comunidades políticas. Más bien, lo que el cosmopolitismo denuncia es que la pertenencia a un Estado sea el elemento distintivo que marque la carta de derechos de que se dispone o que las necesidades de la comunidad política propia puedan defenderse como jerárquicamente superiores a las ajenas.

Pero no se trata exclusivamente de un asunto con un calado moral. El cosmopolitismo en la era de la globalización capitalista ha puesto de manifiesto que hay un campo creciente de asuntos que efectivamente afectan a todos y que demandan por tanto un enfoque cosmopolita. La crisis ecológica y la escasez de materias primas, comida y agua, la revolución tecnológica, la manipulación genética, los avances en biotecnología, la preponderancia de lo económico en la esfera global, las crecientes desigualdades y la pobreza extrema que afecta a una buena parte de la humanidad, el crecimiento de la exclusión y las nuevas brechas sociales originadas por el desigual acceso a las nuevas tecnologías, los conflictos bélicos y las violaciones de derechos humanos, son algunos de los más sobresalientes.

No es posible aceptar, desde una concepción mínimamente democrática que los acuerdos institucionales, reglas, prácticas y procedimientos que regulan las interacciones de países, empresas y resto de actores en el plano global estén basadas en la desigualdad de fuerza de cada uno de ellos. La creación de un entorno estable y pacífico en el que se satisfagan los derechos básicos de los individuos es una de las primeras metas de cualquier comunidad política. En su ausencia, las entidades con capacidad para imponerse, ya sean los países con las economías más poderosas o las empresas con mayor volumen de negocios, se convierten en los únicos agentes con capacidad de actuar en un escenario global. Una capacidad que emplean para perseguir sus propios intereses sin que ningún poder popular pueda frenarlos. En un entorno global carente de reglas democráticas las decisiones políticas legítimamente adoptadas en los parlamentos nacionales se vuelven impotentes para producir efectos relevantes, lo cual atenta directamente contra el artículo 28 de la Declaración Universal de los Derechos Humanos (DDHH), que es una de las claves de bóveda de toda la Declaración. El artículo establece que toda persona tiene derecho a que se establezca un orden social e internacional capaz de hacer que el resto de derechos y libertades proclamados en la Declaración puedan ser algo más que una retórica sin efectos.

Eso implica la creación de un sistema de reglas internacionales, que puedan ser impuestas a todos los Estados, mediante las cuales se considere que hay determinados modos de vida que están por debajo de cualquier definición mínimamente razonable de decencia humana. La desnutrición, el analfabetismo, las enfermedades que pueden ser combatidas, la existencia en un entorno miserable, la alta mortalidad infantil y la baja esperanza de vida no pueden ser toleradas. No existe justificación para que por el hecho fortuito de nacer en determinadas zonas del planeta, las expectativas vitales que un niño/a se encuentre al nacer sean de este cariz. Tampoco caben argumentos que hacen recaer la culpa de la situación en las propias víctimas. El actualmente imperante orden económico internacional es responsable de que muchas de estas desgracias se repitan periódicamente. Si estudiamos los datos de la distribución de la renta a escala mundial, es fácilmente constatable que no hay teoría de la justicia que pueda aceptar, bajo ningún criterio medianamente sensato, que la distribución final de la riqueza sea tal que el 5% de los más privilegiados acaparen el 90% de la riqueza mundial. El reparto global es moralmente inaceptable y desde luego, esta situación tampoco responde a criterios políticos adoptados democráticamente. La arquitectura global, basada en la opacidad que requieren los grupos de presión y en la ausencia de contrapesos democráticos es altamente responsable de la pobreza y de las constantes violaciones de DDHH en los países más desaventajados. El apoyo de los países ricos a regímenes dictatoriales del mundo empobrecido es un ejemplo de que quien tiene el poder, lo usa en su propio beneficio. Lo mismo que sucede con las industrias farmacéuticas, cuyos beneficios implican la desatención sanitaria de quienes no pueden costearse los medicamentos o con los descontrolados flujos financieros a través de paraísos fiscales, gracias a los cuales es posible la evasión a gran escala de impuestos de los más ricos. Todo ello es parte de un engranaje de poder que contribuye a que la polarización global vaya en aumento.

El pensamiento cosmopolita considera que existe la obligación, no sólo de compensar el daño producido, sino de modificar las estructuras políticas y económicas que lo han originado. Y esta obligación es directamente proporcional al grado de poder del que se disponga.

Hemos dado tres tipos de consideraciones: a) prudenciales o estratégicas ante las catástrofes que se ciernen sobre la humanidad, b) morales, bajo el imperativo moral de no desatender las necesidades básicas de otros, y c) sociales, en la medida en que los individuos se unen para vivir bajo instituciones comunes no por miedo, ni sólo por establecer un acuerdo para obtener ventajas mutuas, ni tampoco exclusivamente movidos por el sentido del deber moral, sino por la afinidad que une a unos individuos con otros y el goce que esta cohesión lleva aparejada. Es cierto que las afinidades pueden cuestionarse aludiendo a que existen diferentes tipos de valores, pero el hecho de que podamos reconocer y compartir muchos de ellos nos recuerda que todos somos seres humanos que compartimos una esencia estructural que nos constituye.

Al fin y al cabo, se requiere una comunidad libre e igualitaria, en la que nadie permanezca bajo el dominio de nadie, para que los individuos puedan desarrollar libre y plenamente su personalidad. Uniendo así los factores prudenciales, morales y de afinidad nos hallamos ante un conjunto de argumentos y sentimientos que mueven a los cosmopolitas a defender la creación de un mundo que sea, al menos, algo mejor de lo que es actualmente.), mejor periodista online –en 2009 y 2011– por Los Ángeles Press Club y muchos otros premios.

 

Juan Antonio Fernández Manzano

Universidad Complutense de Madrid, España