La bomba atómica y la locura nuclear

Hace 50 años
La bomba atómica y la locura nuclear


Eran las 8’15 horas del 6 de agosto de 1945. El piloto Paul Tibbets, a bordo de su avión Enola Gay, lanzó sobre Hirosima la bomba bautizada como Little boy. Un gigantesco resplandor cegó a la tripulación. La historia quedaba dividida en dos. Había comenzado la locura nuclear.

Los estadounidenses anunciaron al mundo: «La fuerza de la que extrae su potencia el Sol ha sido lanzada contra quienes encendieron la guerra en Oriente». Hirosima se había convertido en un gigantesco horno y la radiación nuclear había destruido todo signo de vida en un radio de un kilómetro. En Hirosima murieron 100.000 personas, en su mayoría civiles, y otras 20.000 personas, radiadas, morirían pronto tras cruel agonía. Tres días después, el 9 de agosto, los estadounidenses lanzaron la Fat man sobre Nagasaki. El número de muertos superó los 30.000 y más de 40.000 los heridos condenados a muerte lenta. Pero, sobre todo, quedaba gravemente afectada la conciencia moral de la humanidad. ¿Es lícito cualquier medio para alcanzar un fin? ¿Puede la ciencia poner en marcha dinamismos que después escaparán de sus manos y difícilmente podrá el hombre controlar?

El 1 de julio de 1968 se abría a la firma de «todos los Estados del mundo» el Tratado de No Proliferación de Armas Nucleares» (TNP). Se pretendía prevenir una mayor diseminación de estas armas fuera del ámbito de las entonces potencias nucleares: EEUU, la URSS, Francia, Gran Bretaña y China. 26 años después vivimos una situación insólita: cuando el fin de la Guerra Fría ha traído la posibilidad de reducción de los arsenales nucleares de las superpotencias, la inseguridad ha crecido porque otros países están en el umbral nuclear: Corea del Norte, Israel, India, Pakistán y Sudáfrica al menos. Es más, la URSS se ha desintegrado y ya no es posible garantizar el control del arsenal que poseía, diseminado no sólo en Rusia, sino en Ucrania, Bielorrusia y Kazajstán. Por otra parte, la destrucción de las armas nucleares se ha demostrado como mucho más difícil que su producción, tanto desde el punto de vista técnico como por su coste económico. Y los basureros nucleares, tanto cuanto la energía se utiliza con fines pacíficos como militares (distinción por otra parte muy difícil de mantener), constituyen una de las grandes amenazas para el medio ambiente. La distensión Este-Oeste no ha eliminado el peligro nuclear. La opinión pública no debería desmovilizarse ante la locura.

Pero los efectos de aquel proceso puesto en marcha hace cincuenta años van más allá de su poder mortífero directo. Son igualmente devastadores a otros niveles.

La producción de armas de destrucción masiva ABC (atómicas, bacteriológicas, químicas) dio inicio a una insensata carrera de armamentos. Sólo las cargas nucleares sumaban 16.000 megatones en 1982, es decir, tenían capacidad para destruir doce veces el planeta. Todos los explosivos empleados en la segunda Guerra Mundial habían sumado 3 megatones y habían bastado para producir la muerte de 50 millones de personas. Pero esta amenaza mortal almacenada en la carrera de armamentos era tan impactante que podía ocultar otra muerte mucho más cierta: la que producía y sigue produciendo el detraer los recursos de la humanidad de los gastos sociales para emplearlos en gastos militares. En los años 80 el gasto militar mundial era de un billón de dólares. Es decir, el presupuesto de defensa de la URSS era superior a la inversión de todos los países en desarrollo para la educación y para la salud de 3.600 millones de habitantes. El gasto medio anual por soldado era de 20.000 dólares, mientras que por escolar era de 40 dólares. Por cada 100.000 habitantes había en el mundo 560 soldados y sólo 85 médicos. Se comprende que el Vaticano II afirmara: «La carrera de armamentos es la plaga más grande de la humanidad y perjudica a los pobres de manera intolerable».

La estrategia de la guerra tomó a su vez un rumbo inédito que después se iba a agudizar. Hasta la segunda Guerra Mundial se había podido distinguir entre combatientes y no combatientes. Formaba parte de la ética de la guerra (paradójica expresión) no atacar a civiles indefensos y los daños que sufrieron podrían a lo sumo considerarse efecto colateral, no pretendido, de un enfrentamiento entre combatientes. A partir de ahora, la destrucción masiva de civiles forma parte de la misma guerra y es buscada directamente. Para militares es mucho más fácil y menos expuesto matar a civiles. Triste y último ejemplo de esta táctica inmoral es el caso de la antigua Yugoslavia, donde el mayor número de víctimas son civiles desarmados y no militares.

Finalmente, Hirosima y Nagasaki inician una época de paz basada en el terror, en la estrategia que se llamará de «mutua destrucción asegurada». ¿Puede afirmarse que existe paz en una humanidad aterrorizada? ¿Será cierto que la seguridad física de los hombres exige sacrificar su salud psicológica? ¿Es la paz un concepto negativo? No lo podemos aceptar. La paz, el shalom bíblico, es una plenitud de vida que se basa en la justicia, en la libertad y en el amor, que buscamos juntos, no unos contra otros.

Albert Einstein, cuyas teorías revolucionaron la ciencia y que tuvo una enorme lucidez para vislumbrar su capacidad destructiva, afirmó: «Tenemos que descubrir una nueva manera de pensar si queremos que la humanidad sobreviva». Y Pedro Arrupe, testigo atónito de la primera explosión nuclear en el Japón, quedó definitivamente marcado por ella. De allí sacaría fuerzas para su insistencia profética: el anuncio de la fe y la promoción de la justicia están inseparablemente unidos. No es un exabrupto después del trauma, sino el meollo del Evangelio.