Jesús, el profeta defensor de los últimos

Jesús, el profeta defensor de los últimos

José Antonio Pagola


1. En medio de una desigualdad cruel

Jesús comienza su actividad profética en medio de una sociedad desgarrada por una cruel desigualdad entre los centros de poder y las aldeas de Galilea. En Séforis y Tiberíades se concentran militares, recaudadores de tributos y terratenientes. Son los que poseen riqueza, poder y honor: los primeros en tiempos de Jesús. La situación en las aldeas es muy diferente. Al no poder pagar los tributos, no pocas familias se ven obligadas a desprenderse de sus tierras, que pasan a engrosar las propiedades de los poderosos. Aumenta el número de jornaleros, mendigos, prostitutas, gentes que huían de los acreedores. Estos son los últimos.

Hay rasgos comunes que caracterizan a este sector oprimido: todos ellos son víctimas de los abusos de quienes tienen poder y dinero; viven en un estado de miseria del que ya no podrán salir; son gentes humilladas y sin dignidad alguna; viven excluidos de una verdadera convivencia. Son el «material sobrante» de Galilea (G. E. Lensky), vidas sin futuro.

2. Jesús, identificado con los últimos

Los evangelios no hablan de la presencia de Jesús en Séforis o Tiberíades. Lo presentan recorriendo las aldeas de Galilea donde viven los que han sido despojados de su derecho a disfrutar la tierra regalada por Dios a Israel. Jesús anuncia y abre caminos al Reino de Dios, sin complicidad alguna con los centros de poder, y en contacto directo con las gentes más necesitadas de dignidad y liberación.

Jesús pertenecía con toda probabilidad a una familia sin tierra, bien porque se habían visto obligados a desprenderse de ella para pagar sus deudas, bien porque habían emigrado de Judea y no habían podido hacerse con un terreno propio. No estaban en lo más bajo de la escala social, pero sí al límite, pues dependían de un trabajo bastante inseguro, sobre todo, en tiempos de sequía y hambrunas.

Pero, al iniciar su actividad profética, Jesús deja su trabajo y abandona su casa para vivir como un indigente más que no tiene donde descansar su cabeza (Lc 9,57). No lleva consigo ningún denario con la imagen del César. Ha renunciado a la seguridad del sistema imperial para colaborar en el proyecto humanizador del Padre: él lo llama el «Reino de Dios».

Luego invita a los suyos a hacer lo mismo. Vivirán como los últimos de Galilea. Caminarán descalzos, prescindirán de la túnica de repuesto. Aprenderán a vivir entre los excluidos. Ése es el lugar social para abrir caminos al reino de Dios. Jesús no piensa en lo que sus seguidores han de llevar consigo, sino precisamente en lo que no han de llevar, no sea que se distancien demasiado de los últimos (Mc 6,8-11; Lc 9,3-5; Mt 10,9-14; Lc 10,4-11).

3. Haciéndoles sitio en su vida

Los evangelios describen a Jesús haciéndoles sitio a los pobres más enfermos y desnutridos para que sepan que tienen un lugar privilegiado en el Reino de Dios (Mt 4,23). Se detiene ante los mendigos que encuentra en su camino para que no se sientan abandonados por Dios (Mc 10,46-52). Abraza y bendice a los niños de la calle para que no vivan huérfanos de cariño los que son predilectos del Padre. Quiere ser, en medio de aquella sociedad desgarrada por la desigualdad entre ricos y pobres, testigo de que Dios quiere construir un mundo nuevo donde los últimos han de ser los primeros en ser acogidos y defendidos.

4. Defendiendo a las víctimas

El reino de Dios no pertenece a todos por igual, a los ricos terratenientes que banquetean en Tiberíades y a las gentes desnutridas de las aldeas. Jesús quiere dejar claro en aquella sociedad injusta que el Reino de Dios es buena noticia para los oprimidos y una amenaza para los ricos opresores. Dichosos los que os estáis quedando sin nada (ptojoi) porque de vosotros es el reino de Dios... Ay de vosotros los ricos porque ya tenéis vuestro consuelo. Dichosos los que ahora tenéis hambre, porque Dios os quiere ver comiendo... Ay de vosotros los que ahora estáis saciados porque tendréis hambre. Dichosos los que ahora lloráis porque Dios os quiere ver riendo... Ay de vosotros, los que ahora reís, porque gemiréis y lloraréis (Lc 6,20-21).

¿No es todo esto una burla, cinismo? Lo sería, tal vez, si Jesús les estuviera hablando desde alguna villa de Séforis o Tiberíades. Pero está con ellos. Es un indigente más. El Profeta defensor de los pobres, que habla con convicción total. El Hijo de Dios encarnado entre los últimos, que también hoy nos está gritando a todos: los que no interesan a nadie son los que interesan a Dios; los que sobran en los imperios construidos por los hombres tienen un lugar privilegiado en su corazón; los que no tienen a nadie que los defienda, tienen a Dios como Padre.

Estas palabras no significan el final del hambre y la miseria ahora mismo, pero confieren una dignidad absoluta a las víctimas inocentes. Los últimos son los predilectos de Dios. Su vida es sagrada. Nunca en ninguna parte se construirá la vida tal como la quiere Dios, si no es liberando a los últimos de su miseria y humillación. Nunca religión alguna será bendecida por Dios si vive de espaldas a ellos.

Pero los pobres de Galilea entienden muy bien su mensaje. No son dichosos por su pobreza, ni mucho menos; su hambre y su miseria no es un estado envidiable para nadie. Jesús los llama dichosos porque Dios no puede reinar entre sus hijos e hijas sin hacer justicia a los que nadie hace. El Dios de Jesús es su esperanza y su consuelo.

5. La denuncia radical de Jesús

Con mirada penetrante, Jesús pone al descubierto la realidad cruel de Galilea en una parábola recogida por Lc 16,19-38. El relato habla de un rico poderoso. Su vida es una continua fiesta. No tiene nombre pues no tiene identidad humana. No es nadie. Su vida, vacía de amor solidario, es un fracaso.

Junto a la puerta de su mansión está tendido un mendigo lleno de llagas repugnantes. No le dan ni las sobras que tiran de la mesa del rico. Está solo. No tiene a nadie. Sólo posee un nombre, lleno de promesa, Lázaro o Eliézer, que significa Dios es ayuda.

La escena es insoportable. El rico lo tiene todo. Se siente seguro. No ve al pobre que está muriendo de hambre junto a su mansión. ¿No representa a muchos ricos poderosos que viven hoy en los países del bienestar? El mendigo Lázaro vive en extrema necesidad, hambriento, enfermo, excluido por quienes le pueden ayudar. ¿No representa a millones de personas abandonadas a su suerte en los países últimos de la Tierra?

Jesús no pronuncia directamente ninguna palabra de condena. No es necesario. Su mirada compasiva y penetrante está dejando al descubierto la injusticia de aquella sociedad. Las clases más poderosas y los estratos más oprimidos parecen pertenecer a la misma sociedad, pero están separados por una barrera invisible: esa puerta que el rico no atraviesa nunca para acercarse hasta el mendigo Lázaro.

Ésta es también ahora la condena radical de Jesús al mundo de hoy: una barrera de indiferencia, ceguera y crueldad separa el mundo de los ricos del mundo de los desnutridos. El obstáculo para construir un mundo más humano y digno, somos los ricos, que seguimos ahondando el abismo que nos separa de los últimos.

Jesús, nos pone a todos ante la realidad más sangrante que hay en el mundo a los ojos de Dios: el sufrimiento injusto y cruel de millones de víctimas inocentes. Ese sufrimiento es la primera verdad exigible a todos los humanos. Nadie la puede discutir. Toda ética ha de tenerla en cuenta si no quiere convertirse en una ética de tolerancia de lo inhumano. Toda política ha de atenderla si no quiere ser cómplice de crímenes contra la Humanidad. Toda religión la ha de escuchar si no quiere ser negación de lo más sagrado.

6. La respuesta de los cristianos

Hemos de escuchar a Jesús con honestidad. Muchos de nosotros no pertenecemos a los sectores más empobrecidos, desposeídos o excluidos. No somos de los últimos y las últimas de la Tierra. Pero podemos aprender a hacerles más sitio en nuestra vida, escuchando sus preguntas y protestas más dramáticas, compartiendo su sufrimiento, haciéndonos cargo de su humillación, defendiendo su causa incansablemente.

Nos hemos de resistir a seguir disfrutando de nuestro pequeño bienestar, vacío de compasión y de solidaridad. Es cruel seguir alimentando en nosotros esa “secreta ilusión de inocencia” que nos permite vivir con la conciencia tranquila pensando que la culpa es de todos y de nadie. No es cristiano encerrarnos en nuestras comunidades desplazando mentalmente el hambre y el sufrimiento injusto que hay en el mundo hacia una lejanía abstracta, para poder vivir nuestra religión sin escuchar ningún clamor, gemido o llanto.

Tiene razón Juan Bautista Metz que lleva años denunciando que en las comunidades cristianas de los países de la abundancia hay demasiados cánticos y pocos gritos de indignación, demasiada complacencia y poca nostalgia de un mundo más humano, demasiado consuelo y poca hambre de justicia. ¿Seguiremos alimentando nuestro autoengaño o abriremos los ojos a la realidad de los últimos? Son nuestras víctimas quienes mejor nos ayudan a conocer la realidad del mundo y todo los que nos falta para ser humanos.

 

José Antonio Pagola

San Sebastián, Donosti, País Vasco, España