Haití: una década debajo de escombros

 

En el décimo Aniversario del Terremoto

Beauplan Dérilus Montreal, Canadá, 29 de marzo 2019,día de la Constitución Haitiana

 

¿Quién no recuerda aquel martes 12 de enero del 2010? Eran, exactamente, las 4:53:09 de la tarde, cuando surgió un terremoto de magnitud 7.0 que dejó a más de trescientos mil (300.000) muertos y trescientos cincuenta mil (350.000) heridos. Aquel día, lo impensable se hizo historia visible, lo inimaginable se hizo posible ante los ojos del mundo. Aquel día cambió las historias que nos contábamos y que contábamos al mundo. Llegó, entonces, una experiencia sin ninguna promesa, a no ser la de la catástrofe. Para seguir a Marc Louis Bazin, aquel día fue «una catástrofe dentro de la catástrofe». La impotencia y la vulnerabilidad llegaron como una constante amenaza.

No hay palabra alguna que logre borrar las cicatrices que aquel terremoto dejó en el corazón de cada haitiano(a). Frente al drama humano, [a veces] sólo el silencio es digno; sólo las palabras del silencio son válidas. Conviene preguntarse: ¿Qué lectura hacer sobre el Haití de hoy? ¿Qué hemos hecho de la oportunidad que nos ofreció dicha tragedia para superarnos y ser mejores? ¿Dónde estamos hoy como pueblo? ¿Desde dónde hacer la pregunta sobre Dios hoy en Haití?

A primera vista, no se ha hecho gran cosa. Si la solidaridad mundial fue gigantesca, su efectividad fue, desde mi punto de vista, imperceptible. Fue anunciada de forma espectacular; terminó convirtiéndose, como dice Raúl Peck, en una «asistencia mortal». Así, se produjeron dos claves de lectura. Primero, la emoción se desbordó tanto, que hasta impidió que se pensara y se estableciera una verdadera estructura de desarrollo a largo plazo. Tratar un drama bajo el registro emocional no garantiza ningún objetivo real. Segundo, el océano emocional sobre el cual navegó aquella asistencia reducía (y reduce aún hoy) el pueblo de Haití al estado parasitario. Por cierto, se valorizaba y se solidarizaba con el pueblo sufriente, pero privándole (hasta la actualidad) de sus potencialidades y autonomía. En eso, la ventaja de la ayuda humanitaria es más bien una gran desventaja para el crecimiento autónomo de Haití. De hecho, ¿le importa a la ayuda humanitaria o a la Comunidad Internacional lo que desea o piensa el pueblo haitiano? ¿Por qué el que financia debe también mandar? ¿Se respeta el «libre albedrío» de este pueblo? Conviene decir que la solidaridad de la Comunidad Internacional, si quiere ser de verdad solidaria y fructífera, ha de ser de otra manera.

Ahora, ¿en qué campo y en qué modalidad dicha solidaridad pudiera haber sido más eficaz? Sin titubear, una ayuda más eficaz sería en el campo de un desarrollo a largo plazo, enfocado en la educación, la inversión, la construcción de infraestructuras y superestructuras que permitirían a muchos obtener, primero, un título universitario y conseguir después, y por su supuesto, un trabajo digno. Todo proyecto de desarrollo emotivo está, de antemano, llamado al fracaso. Psicológicamente algunos hijos(as) de Haití suelen pensar que es solamente la Comunidad Internacional la que puede aportar soluciones a sus problemas.

Por una parte, la ayuda humanitaria, con las múltiples ONGs (Organizaciones No Gubernamentales) presentes en el país, representa una discapacidad que impide que el pueblo crezca y se haga cargo de sí mismo y por sí mismo. Las ONGs quieren aportar soluciones, sin tener a veces la menor idea del problema en sus raíces. Por otra parte, la presencia de la Comunidad Internacional en Haití provoca (en ocasiones) desgracia y tragedia. Diez meses después del terremoto surgió un brote epidémico de cólera que causó más de 8 mil muertos y 650 mil afectados. Dicha epidemia fue introducida en Haití por la MINUSTHA (Misión de Naciones Unidas para la Estabilización en Haití), presente en el país desde marzo de 2004. Su misión fue estabilizar al país, pero al final, no hizo más que desestabilizar a toda una población ya desamparada.

Luego, con aquella tragedia se esperaba un cambio profundo de todo haitiano. Se veía en ella una oportunidad para empezar a hacer las cosas de otra manera. Pero estoy consciente de que aún estamos lejos de ello. El 12 de enero de 2010 debería haber sido una verdadera oportunidad de cambio de espíritu, para renacer y concebir una nueva vida en Haití; una oportunidad para reconstruir, no solamente los edificios, sino también, las mentalidades de la mujer y el hombre haitiano. Aquella fecha debía ser una experiencia transcendental, incomparable, el domingo de resurrección del pueblo haitiano. Si bien no somos todos culpables de la penosa vida en la cual seguimos estando, sí somos todos responsables. Responsables de dejar pasar la oportunidad que nos dio aquel terremoto para transformar nuestros corazones.

Es doloroso ver que Haití, a pesar de aquellas enormes expectativas de solidaridad, no se ha levantado. Da cólera la ceguera individualista en la cual nos movimos y nos estancamos. Después de 10 años, es hora de orientarnos hacia un nuevo proyecto. Un proyecto que, por un lado, exige una fuerte dosis de esperanza y, por otro, invita a elegir una metodología humana sin demagogia, mezquindad ni engaño, para implementarse en la vida haitiana.

La situación caótica en el Haití actual nos hace sentir que seguimos debajo de los escombros. Los escombros de la corrupción están por doquier, en todos los niveles y en todas las instituciones. La realidad de la sociedad nos permite afirmarlo. Por ejemplo, la situación política desconcierta, al grado de producir desorden y apatía. Ésta parece una obra de teatro donde lo trágico se mezcla con lo cómico. Los partidos políticos crecen como hongos. La marcha hacia el precipicio y el derrumbe pareciera ser el nuevo motor de la conciencia política. Aún más específico, las dos Cámaras, con sus diputados y senadores, se convierten en la institución del «vacío de pensamientos» donde hay una sola lógica: la de la teatralización. En resumen, decir que las cosas han cambiado o mejorado en Haití es pura fantasía.

Finalmente, hay algo que es digno de preocupación: la cuestión de Dios. ¿Cómo hablar de Dios después del 12 de enero de 2010? ¿A quién culpar de las pérdidas de vidas humanas? ¿Fue voluntad de Dios esa tragedia? Recuerdo que después del terremoto varios gritaron: «Gracias a Dios estamos vivos». Y de los que perecieron, ¿quién es el causante? Otros dijeron que fue provocado por Dios para castigar a los pecadores y servidores de Satanás. Decirse servidor de Dios y hablar de Él en estos términos es, primero, ridículo, y segundo, hacerle pasar a Él una gran vergüenza. Entonces, ¿aquellos que murieron eran más pecadores que nosotros los sobrevivientes? ¿De qué instrumento se serviría uno para medir el nivel de santidad de unos y otros? Por todo ello, estamos llamados a superar cualquier idea deshumanizante que nos hayamos forjado de Él; el Dios de Jesucristo no es un Dios castigador. Decir que aquella tragedia fue voluntad de Dios significa que Él es muy malo. Dios nunca desea el mal para sus hijos(as) y un terremoto en sí no mata. Son las estructuras las que matan.

Otra pregunta pertinente fue: ¿Dónde estaba Dios el 12 de enero de 2010? Unos dijeron que Él no estaba cuando eso sucedió. ¿Acaso no es Él el “EmmanuelDios-con-nosotros”? Si no estaba, no es “EmmanuelDios-con nosotros” y si no lo es, no es nuestro Dios. Porque, nuestro Dios es siempre, y en toda circunstancia de desesperanza humana, el “Dios-con-nosotros”. No el dios impávido y distante, dictador de leyes que huye del problema humano, ni el eterno receptor que exige dones o sacrificios en el Templo, sino el Dios que no se deja encerrar ni poseer, que es pura presencia, compasión y donación. Así, conviene tener mucho cuidado a la hora de hablar de Dios desde las circunstancias de una tragedia como la del 12 de enero de 2010. No se puede hablar de Dios sino desde el rostro del pueblo sufriente y necesitado. Es un rostro que interpela al ‘yo’, lo reprende, lo amonesta, pero también lo despierta, lo concientiza; en suma: lo humaniza.

Es el necesitado, el herido, el sufriente, y no el castigo, lo que hace comprender la voluntad de Dios.

En conclusión, honrar la vida y la memoria de las víctimas de aquella tragedia es hacer todo para que haya una sociedad haitiana más justa. Cada vez que nos apartamos del camino de la justicia estamos provocando otro terremoto, y fuera de la justicia es imposible salir de debajo de los escombros. Hay que fomentar la toma de conciencia a fin de que Haití se (re)construya. Debemos tener un espíritu de apertura que nos haga creer que otro Haití es, no solamente necesario, sino también posible. Es el momento de combatir la ignorancia institucional, la mediocridad, el conformismo y la emoción que nos hace perder la razón. Para honrar dignamente la memoria de los que perecieron en aquella tragedia no tenemos otro camino que salir ya de debajo de los escombros. Así podremos tener en 2030 un Haití totalmente diferente.