Gente sin casas, casas sin gente

Gente sin casas, casas sin gente

Cuando la acumulación multiplica la desposesión y la desigualdad
 

Fernando Guzmán

 


La Declaración Universal de los Derechos del Hombre y el Ciudadano, considerada uno de los documentos fundamentales de la Revolución Francesa, consagró principios que serían base de una nueva legitimidad, por supuesto, en oposición al Antiguo Régimen. Florecía una resplandeciente ilusión: la libertad y los derechos se abrían paso ante la sumisión y el autoritarismo. Pero algunos valores «antiguos» estaban lejos de desaparecer; al contrario, se verían fuertemente reafirmados…

Uno de estos valores «sin tiempo ni revolución» fue el de la propiedad privada. El jurista argentino Eduardo Barcesat señala un dato interesante al respecto: se trató del único derecho de aquellos 17 de la Declaración que vino precedido del término «sagrado». En efecto, el texto expresa: «Siendo inviolable y sagrado el derecho de propiedad, nadie podrá ser privado de él, excepto cuando la necesidad pública, legalmente comprobada, lo exige de manera evidente, y a la condición de una indemnización previa y justa».

El sentido sacro e inviolable de la propiedad privada, ya enarbolado de manera explícita por Occidente a fines del siglo XVIII, se profundizaría de tal modo hasta nuestros días y en nuestras tierras, que se internalizaría como el «modo normal» de relacionarnos con los bienes (por encima de las relaciones de gratuidad, de reciprocidad, de mutualidad, de cooperación).

Tiempo después, pasada la mitad del siglo XX, desde ese púlpito global que son las encíclicas, el papa Pablo VI recogía la rica y contundente tradición bíblica y de los Padres de la Iglesia, y disparaba una sentencia que hería de muerte aquella sacralidad: «la propiedad privada no constituye para nadie un derecho incondicional y absoluto. No hay ninguna razón para reservarse en uso exclusivo lo que supera la propia necesidad cuando a los demás les falta lo necesario» (Populorum Progressio, nº 23).

El relato sagrado de la propiedad privada encontraba objeciones. Pero pocos estaban dispuestos a recoger en su integralidad este potente mensaje que socavaba las bases del capitalismo.

La situación habitacional en Buenos Aires

Uno de los ámbitos donde mejor se expresa la contradicción entre uso exclusivo y necesidad colectiva es la vivienda, expresión urbana de la tierra. Se trata de un déficit que afecta a toda Nuestra América. Veamos la situación de la capital argentina, Buenos Aires.

La crisis habitacional de Buenos Aires tiene ante-cedentes lejanos en el tiempo, de más de un siglo. La primera oleada migratoria que sacude a la urbe se produce a fines del siglo XIX, y con ella, una incipiente clase obrera –anarquista y socialista- que habitará los llamados «conventillos» (por su semejanza con los conventos). Desde estas locaciones colectivas se organizará la primer «revuelta habitacional» de la ciudad.

Efectivamente, en 1907, Buenos Aires fue el epicentro de ese hecho histórico: la primera huelga de inquilinos, que duró 3 meses y que fue promovida por aquellos valientes militantes anarquistas y socialistas. ¿Qué reclamaban? Protestaban ante los arbitrarios y desproporcionados aumentos de alquiler que querían aplicarles los propietarios de esas viviendas precarias y poco confortables.

Cincuenta años más tarde, fruto de la lucha de la clase trabajadora y su innegable protagonismo en las negociaciones con la patronal, se conquistan nuevos derechos sociales. Uno de ellos, el derecho a la vivienda, adquiere estatus constitucional en la República Argentina a partir del año 1957. El artículo 14 bis lo consagra plenamente y agrega un adjetivo de profundo significado: vivienda digna. La conquista de este derecho fundamental está rodeada de un nuevo contexto que desafía su efectivo acceso en Buenos Aires: una segunda oleada migratoria –ahora del interior del país y de países limítrofes– se aloja como puede en la urbe, ocupando las llamadas «villas miserias» en las (entonces) periferias de la metrópoli.

2007 –otros 50 años más tarde– fue el año en que la actual administración política de Buenos Aires ganó por primera vez las elecciones. Varias organizaciones sociales históricas tuvieron un inevitable déjà vu: este gobierno garabateaba políticas semejantes a las desplegadas durante la Dictadura Militar. La política habitacional fue una de ellas. La intensa y agresiva privatización del espacio público, la ejecución salvaje de desalojos –con una justicia que los favoreció y agilizó–, los procesos de «gentrificación»* en varios barrios de la ciudad y el vaciamiento del Instituto de Vivienda de la Ciudad (IVC), deterioraron gravemente el acceso a la vivienda.

Veamos algunos números. Diversas organizaciones sociales denuncian que hay más de 500.000 personas en situación de emergencia habitacional. En tanto, 340.000 viviendas de la capital están desocupadas (ociosas), en un universo de 700.000 inquilinos. Y en el último eslabón de la cadena de exclusiones, 18.000 personas viven en la calle, según ONGs como Médicos del Mundo o la local Proyecto 7.

Nos preguntamos entonces… En la capital de la Argentina, la ciudad con el ingreso per cápita más alto del país y uno de los más altos de Latinoamérica… ¿cómo se explica que el acceso a una vivienda digna esté negado para las grandes mayorías? ¿Cuáles son las condiciones que explican el actual panorama de «desposesión»?

Según Picketty, vivienda para pocos

Constitución es un barrio de la zona sur de Buenos Aires. Parte de él está en proceso de «gentrificación». En 2010, una vivienda propiedad de una constructora con vocación de acumulación estaba en proceso de desalojo. Ocupaban esta vivienda «ociosa» unas 15 familias empobrecidas y golpeadas por el polimorfo capital que las pretendía expulsar. Un año duró la resistencia y la negociación. La empresa presionó para desocupar cuanto antes la propiedad, dado que tenía comprometido un importante emprendimiento inmobiliario. En 2011, estas familias debieron abandonar sus precarias habitaciones y, tomando sus cosas, se fueron, «custodiadas» por el Gobierno de la Ciudad. Muchas de ellas pasaron a ocupar lugares aún más precarios y otras cayeron estrepitosamente a ese eufemismo que es «la situación de calle». El emprendimiento inmobiliario jamás se concretó y el frente de esta casa está tapiado y con inscripciones desesperadas sobre sus grises paredes: «devuelvan nuestro techo».

El éxito del libro de Picketty se debe a que consigue explicar de un modo claro y popular esta ecuación: si la acumulación de capital patrimonial crece más que la economía, las desigualdades aumentan. En nuestro caso: la tremenda concentración de propiedades por parte de holdings, corporaciones, brokers inmobiliarios... ha crecido exponencialmente estos últimos años en la ciudad y se ha despegado del crecimiento económico y la riqueza socialmente producida. Estas dos realidades, cada vez más distanciadas, derivan en la creciente desigualdad para acceder a un bien básico como es la vivienda.

El noruego Eide Asbjorn, referencia intelectual de la reflexión sobre los Derechos Humanos, señala que cuando un Estado quiere cumplir con los derechos civiles y políticos, hay muchas cosas que no debe hacer: reprimir, forzar, matar... Pero cuando ese mismo Estado quiere garantizar los derechos económicos, sociales y culturales (como por ejemplo, la vivienda) la actitud debe ser proactiva. Debe crear condiciones y medidas de acceso, hacer posible el ejercicio de esos derechos.

En el caso del derecho a una vivienda digna, ante el mundo de la especulación que lo amenaza de muerte, sólo queda la organización popular para exigir respuestas al Estado, y la decidida resistencia contra el lucro y los negociados. En palabras del sociólogo y filósofo John Holloway, «Dignidad y capital son incompatibles. Cuanto más avanza la dignidad, más huye el capital».

En mayo de 2012, en el marco de una coyuntura nacional marcada por la creciente y saludable politización de los debates, el escritor, historiador y militante argentino Osvaldo Bayer, señaló en la revista Sudestada: «Siempre digo que mientras haya villas miseria no habrá una verdadera democracia, porque por lo menos tendría que asegurar un techo digno a las familias con hijos […] No hemos que conformarnos con poner un papelito en la urna cada dos años porque eso no es verdadera democracia». Bayer plantea un punto clave que hay que seguir profundizando: nuestros pueblos sólo alcanzarán la plena vigencia de los Derechos Humanos conquistando democracias profundamente participativas, tarea que se enmarcará en lo que muchas organizaciones sociales y colectivos de lucha denominan «la segunda y definitiva independencia».

Vamos por ello. Ni gente sin casas, ni casas sin gente: vivienda digna para todos.

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* Proceso de transformación urbana que cambia la imagen de un barrio pauperizado para atraer a pobladores de alto poder adquisitivo y expulsar a sus históricos habitantes (por recalificación, nuevos servicios públicos y comerciales... y encarecimiento de las viviendas).

 

Fernando Guzmán

Justicia y Paz - Misioneros Claretianos

Buenos Aires, Argentina