En memoia de Mons. Enrique Angelelli

PARA REDESCUBRIRNOS
En memoia de Mons. Enrique Angelelli

Nicolás Alessio


Hijo de inmigrantes italianos, nació el 18 de julio de 1923 en la Provincia de Córdoba, Argentina. Mártir, pastor y profeta, consagra­do por el sentir de los pobres, ignorado por las “oficialidades”, hombre sencillo, consciente de sus límites y de sus posibilidades, de una tierra, de una familia, de una cultura particular. Ordenado sacer­dote en 1949, estudia derecho en Roma, regresa a su ciudad natal, y comenza a pulsar la realidad de las “villas miserias” cordobesas, y a gestar su predilec­ción por los pobres y los exclui­dos. El contacto con los jóvenes como asesor de la JUC le permite descubrir la sed de libertad y justicia que va ganan­do el corazón y las organiza­ciones del pueblo. Sus compromi­sos con la realidad no le impide dedicar tiempo a la reflexión, al estudio, a la docencia del Derecho y la Doctrina Social de la Iglesia.

Como párroco de “Cristo Obre­ro” impulsó decididamente una pastoral comprometida con las preocupaciones del mundo del trabajo, y desde entonces comen­zó a padecer las sospechas de los sectores del poder económico, político y religioso de su ciudad.

Nombrado Obispo auxiliar de Córdoba en 1961, intensifica su lucha al lado de los jóvenes, los obreros y los pobres. Convencido que “el pastor da la vida por sus ovejas” no deja de participar en cuanto conflicto social requiriera de su presencia. Conflictos que lo van enfrentando cada vez más con los sectores tradicionalistas y conserva­dores de la Iglesia y la sociedad cordobesa.

En 1964 asume como Obispo titular de La Rioja, provincia del noroeste Argentino, llena de tradi­ciones populares, rica en expresio­nes y gestos de la sabiduría popular, pero que sufre el centralis­mo de Buenos Aires y el consiguien­te empobre­ci­miento y marginación, estando la tierra y los recursos naturales, en manos de unos pocos privilegiados.

En su primer mensaje al pueblo riojano expresó, una consigna de trabajo, que, llevada a sus últimas consecuencias, le costaría la vida, la entrega sin metáforas de su propia sangre: “Como Jesús, quiero ser servidor de nuestros hermanos los pobres, de los que reclaman ser conside­rados en su dignidad huma­na como hijos del mismo Padre que está en los cielos”.

Impulsó la renovación de las estructuras eclesiales riojanas, permitiendo la participación y haciendo realidad una Iglesia renovada desde las orientaciones del Concilio y de Medellín. Hizo jugar todo el peso de la institu­ción para promover cooperativas cam­pesinas, asociaciones de obreros, centros de formación. La Semana Pastoral Dioce­sana, de 1969, por ejemplo, estuvo signada por un análisis de la realidad del pueblo riojano y la búsqueda de alternati­vas a “...la situación de injusticia y violencia que constituye un pecado institu­cionalizado que degrada, esclavizaa nuestro pueblo...”

En ese entonces gobernaba el país la dictadura militar, al servicio del poder económico, que empeza­ba a irritarse por el Obispo de La Rioja y a presentarle una decidida oposición y hostiga­mien­to. Así, este compromiso con los pobres, estas convicciones, demandas, denun­cias y gestos concretos de cercanía con los marginales, de organización popular, de una pastoral liberado­ra, le fueron ganando calumnias, injurias, perse­cución, y al final, la propia vida.

En junio de 1974 la crisis política y social se va agudizando. También se haría más violenta la persecución, la difamación, la represión. En 1976 se da el golpe militar contra Isabel de Perón, ya instalada la dictadura militar más sangrienta que conocimos los argentinos, la persecución sin límites contra catequistas, religiosos y religiosas, sacerdotes de la iglesia riojana y el resto del país. El 18 de julio de 1976 son secuestrados y asesi­nados los sacerdotes de Cha­mical (La Rioja), Gabriel Longue­ville y Carlos de Dios Murias, colaborado­res de Angelelli. Con esta herida todavía abierta en su corazón de pastor, pero sin aban­donar la lucha, llegaría el momento final, antici­pa­do por sus propias palabras dichas a sus amigos sacerdotes: “...son varios los que tienen que morir, entre ellos estoy yo”. Muchos años atrás había afir­mado: “no vengo a ser servido sino a servir, como Cristo”. Esta frase, sin grandilocuencias pero con tenaci­dad evangélica, sería sellada al borde de la ruta 38, desde Chamical a La Rioja, con su vida y su sangre. Angelelli, asesinado como Jesús, por fidelidad al corazón de los pobres y al corazón del Dios que vive con los pobres. Era el 4 de agosto de 1976.

Si lo recordamos, no es para vivir de la nostalgia. Menos aún para quedarnos anclados en la tragedia de tanta persecución y muerte. Hoy necesitamos mirar el horizonte con sentido. Son tiempos “ajustados”, de exclusión y miseria, como en los tiempos de Angelelli, quizás con más impuni­dad, descaro y soberbia. Nada nuevo; es la lógica demencial del neocapitalismo mundializado. Nuestras democra­cias formales no han dejado de ser dictaduras económicas, con una lógica sutil de destrucción y muerte.

En este marco, queremos y necesita­mos recordar, hacer memoria, para ayudarnos a transitar este presente y animarnos a soñar con el futuro.

Mons. Enrique Angelelli, pastor, profeta, mártir, amigo y compañero, encontrado muerto a la vera del camino, vive hoy, como Jesús resucitado, iluminan­do y fortale­ciendo nuestro andar. Su vida, palabras, gestos, y su sangre entre­gada, son hoy “lugar” de encuentro para quienes nos aferra­mos a creer en la vida y en el Dios Padre y Madre de los vivientes. Son “fuente” de perspec­tivas para quienes no nos resignamos a la lógica de la muerte. Un inagota­ble “texto” en que releer nuestra historia, nuestras opciones, posibili­dades, y utopías. Por eso lo recorda­mos, porque sigue latiendo su corazón en el de tantas luchas populares, en todos los que se resisten a morir de rodillas o a suplicar una dádiva del ídolo mercado, frente al olvido y al silencio que se nos ha querido imponer con indultos y amnistías falaces.

Angelelli, mártir popular, se hace hoy “palabra” encarnada. Su consigna más conocida, “con un oído puesto en el pueblo y otro en el Evangelio”, expresa meridiana­mente una dialéctica de cercanía, de sintonía, de fusión con su pueblo, cada vez más excluido y marginal, esas mayorías que hoy no interesan al nuevo orden mundial porque no son rentables. Y “poner el oído” es ponernos mano a mano con los que nos hablan desde el silencio y su dolor, en una actitud de conver­sión y contemplación. Es “pala­bra” que suena y resuena, golpea, interpela, cuestiona, juzga, alienta, empuja, anima y sobre todo, fecunda nuevas historias de lucha y solidaridad que se van desgranando y se van tejien­do junto al campesino, al niño de la calle, al aborígen, a las mujeres, los negros y mestizos, junto al desocupado, al cuentapropista, al absolutamente excluido.

Vale la pena recordar, entre tantas palabras pronunciadas, tantas decepciones generadas por la demagogia de la “moderniza­ción”, el “ingreso al primer mundo”, la “apertura de los mercados”, los beneficios de las privatizaciones y etc.. .”Si seguimos siendo defrau­dados en esta larga espera, seguire­mos levantando la voz para que de una vez por todas se convenzan de que existimos y queremos ser tratados no como ‘fantasmas’, sino como un pueblo que no renuncia a su propia dignidad... El camino es duro y no hay tiempo para cansar­nos” («El Independien­te», La Rioja, 1972).

Haciendo memoria de Enrique Angelelli, y en él, de tantos otros mártires populares, queremos empeñarnos en encon­trar nuevos sentidos a viejos sueños de libertad y fraterni­dad. Queremos encarar sus pala­bras haciéndonos cargo de los cuerpos maltratados por la impiedad de los amos del sistema. Queremos gritar a viva voz que mien­tras haya pasiones dispuestas a entregar la sangre por el otro, por el anónimo, por el excluído, por el sin rostro… será posible una tierra nueva y un cielo nuevo, será posible aquel lugar de la promesa que mana leche y miel, donde no se agotará la harina abundante, ni el nutriti­vo aceite, ni el perfumado vino. Porque estamos convencidos, como lo estuvo Angelelli, de que nuestro Dios “va caminan­do con nosotros... y su propia historia, es nuestra historia”.

 

Nicolás Alessio

Córdoba (Argentina)