El Pueblo Nuevo que somos.

El Pueblo Nuevo que somos. La búsqueda sin fin de nuestra propia identidad

Darcy Ribeiro


Si había algo que celebrar en el pasado V Centenario era, de un lado, la resistencia secular de los indios, que, luchando contra todo y contra todos, sobreviven, permanecen indios, manteniendo siempre su identidad étnica; y de otro lado, el producto de ese espantoso proceso de genocidio y etnocidio que somos nosotros, los quinientos millones de latinoamericanos…

El espantoso milagro de la resistencia indígena demuestra que la etnia es una de las fuerzas más prodigiosas de la historia. Una etnia es, de hecho, indeleble y sobrevivirá mientras los padres puedan criar a sus hijos en la tradición en que ellos fueron criados.

Frente a esa resistencia, a veces espantosa, la cuestión que primero se plantea es saber con certeza quiénes son los verdugos, medir hasta qué punto somos nosotros, los latinoamericanos de ayer y de hoy, los reales opresores que, sucediendo a nuestros abuelos ibéricos, continuamos persiguiendo y masacrando a los indios. La verdad es que las luchas de la posconquista ya no tuvieron a los españoles y portugueses como sus principales actores. Fuimos y somos nosotros, los neoamericanos, los verdugos de los indios. Tanto de los exterminados como de los que sobrevivieron, pero que continúan siendo tratados como extranjeros y exóticos en su propia tierra…

Los quinientos años de 1492 a 1992 son quinientos millones de latinoamericanos, la presencia joven de más peso en el cuerpo de la humanidad. En efecto, el proceso civilizador desencadenado en esos cinco siglos ha tenido como efecto esencial nuestro surgimiento. Este es el resultado real, palpable, del movimiento iniciado con la expansión europea, que, para darnos lugar, extinguió y apagó millares de pueblos con sus lenguas y culturas originales, y exterminó por lo menos tres grandes civilizaciones.

Somos los hijos de la multiplicación prodigiosa de unos pocos europeos y contados africanos, sobre millones de vientres de mujeres indígenas, secuestradas y sucesivamente estupradas. Hijos infieles que, aunque rechazados por los padres, como mestizos impuros, jamás se identificaron con su gente materna; al contrario, se convirtieron en sus más eficaces y odiosos opresores y castigadores. Tanto como con el drama de la conquista, debemos, pues, indignarnos contra el drama no menor de la dominación posterior, que se ha prolongado durante siglos y siglos y que todavía se ejerce ferozmente. A través de ella surge y crece la solidaridad latinoamericana, extrayendo su vida, su sustento, su prosperidad de los desgastes de los pueblos indígenas.

Sobre los mestizos hijos de nadie, culturalmente empobrecidos, fuimos hechos en un continuado etnocidio regido por el más hediondo eurocentrismo. Moldeados por manos y voluntades extrañas, remoldeados por nosotros mismos, con la conciencia espuria y alienada de los colonizados, fuimos hechos para no ser, ni parecernos, ni reconocernos jamás como quienes realmente somos.

En eso reside la búsqueda sin fin de nuestra propia identidad, como gente ambigua que, no siendo ya indígena, ni africana, ni europea, tarda todavía en asumirse con orgullo como el Pueblo Nuevo que somos.

Pueblo, si no mejor, por lo menos más humano que la mayoría, puesto que está hecho de las más variadas humanidades. Pueblo que ha sufrido durante siglos la miseria y la opresión más brutales y continuadas, todavía muy sucio de europeidades, aún muy llagado por las marcas de la esclavitud y del colonialismo, muy mal servido, aún, por una alienada e infiel intelectualidad, pero pueblo que se abre ya para el futuro y en marcha ya para crear su propia civilización, movido por un hambre insaciable de abundancia y alegría…

Hecatombe mayor todavía que la de la conquista fue la que se siguió, en los siglos posteriores, para producir dos nuevas categorías del género humano. Impresionantes ambas, tanto por su volumen de población como por la espantosa homogeneidad de sus culturas.

Una de ellas, la neobritánica, no ofrecía nada nuevo al mundo: era esencialmente el transplante y la expansión de las formas de vida y de los paisajes de sus países de origen a las inmensidades del Nuevo Mundo. La neolatina, por el contrario, fue toda una novedad, porque se hizo con la mezcla racial y cultural con los nuevos pueblos americanos originales, añadiéndoles una inmensa masa negra.

Surgimos, así, como Pueblos Nuevos, nacidos de la desindianización, de la deseuropeización y de la desafricanización de nuestras matrices. Todo esto dentro de un proceso regido por el asimilacionismo en lugar del «apartheid». Aquí jamás se vio el mestizaje como pecado o crimen. Al contrario, nuestro prejuicio reside, exactamente, en la expectativa generalizada de que los negros, los indios y los blancos no se aíslen, sino que se fundan unos con otros para componer una sociedad morena, una civilización mestiza…

Comparados con los «pueblos trasplantados» (que son meros europeos del otro lado del mar), o frente a los «pueblos testimonio» (que cargan con dos herencias culturales propias), los Pueblos Nuevos son una especie de gentío tabla rasa, que fueran desheredados de su pobre acervo original. Despegados de pasados sin gloria ni grandeza, ellos sólo tienen futuro. Sus hazañas no están en el pasado, sino en el porvenir. Su proeza única es, bajo tantas vicisitudes, haberse construido a sí mismos como vastos pueblos lingüística, cultural y étnicamente homogéneos. Reuniendo en sí la genialidad y las taras de todas las razas y castas de hombres, están llamados a crear una nueva condición humana, quizá más solidaria.

Aquellos horrores de hace quinientos años fueron los dolores del parto del que nacimos. Lo que merece tenerse en cuenta no es sólo la sangre derramada, sino la criatura que de allí se generó y cobró vida. Sin nosotros, la Romania estaría reducida a la pequeñez numérica de las naciones neolatinas de Europa, demográficamente insignificantes, sin peso suficiente, en un mundo demasiado lleno de neobritánicos, de eslavos, de chinos, de árabes, etc.

La gloria de Iberia, está bien que se reitere aquí, reside en haber conservado durante más de un milenio la simiente de la romanización, bajo la opresión goda y sarracena, para multiplicarla aquí prodigiosamente. Somos el pueblo latinoamericano, parcela mayor de la latinidad, que se prepara para realizar sus potencialidades. Una latinidad renovada y mejorada, revestida de carnes indias y negras, heredera de la sabiduría de vivir de los pueblos de la floresta y del páramo, de las altitudes andinas y de los mares del sur.