El imperio económico Globalización: imperio y reversión neocolonial

El imperio económico
Globalización: imperio y reversión neocolonial

Plinio de Arruda Sampaio Jr


Plinio de Arruda Sampaio Jr. Es profesor del Instituto de Economía da Universidad Estatal de Campinas - IE/UNICAMP, miembro del Consejo Editorial de las publicaciones "Correio da Cidadania", "Revista dos Sem Terra" y "Brasil de Fato". Artículo preparado para la Agenda Latino-americana, 2005, en mayo de 2004.

En su afán de acumular lucro, el capital no respeta ningún tipo de frontera, buscando sólo oportunidades de negocios, donde quiera que estén. Es la naturaleza insaciable del proceso de acumulación que transforma el capitalismo en un modo de producción expansivo, que funciona como un sistema económico mundial.

En ese sentido, desde la expansión ultramarina que impulsó la colonización mercantilista de América en el siglo XVI, el capitalismo siempre presentó una tendencia a la globalización. Sin embargo, el fenómeno contemporáneo que se convino en llamar «globalización» tiene características propias. Es necesario conocerlas bien para que podamos comprender los dilemas actuales de los pueblos latinoamericanos.

La formación de un orden mundial

La profunda transformación en el patrón de desarrollo capitalista de las últimas tres décadas fue provocada por una ola de innovaciones tecnológicas y por un conjunto de iniciativas para la liberalización económica. Estas transformaciones, lideradas por grandes empresas multinacionales y por el Estado estadounidense, acabaron generando una brutal ampliación de la capacidad del capital financiero para explotar la fuerza de trabajo a escala planetaria.

El salto en la productividad del trabajo que ha derivado de la introducción de nuevas tecnologías propició, al sustituir trabajadores por máquinas, una sustancial desvalorización de la fuerza de trabajo. La crisis estructural de desempleo que se produjo, debilitó tremendamente el poder de la clase obrera, con serias implicaciones sobre su capacidad de presionar para conseguir aumentos de salario real y mejorías en las políticas sociales.

La mayor productividad del trabajo también produjo una crisis de superproducción, dando inicio a una feroz disputa por los mercados mundiales. La dinámica depredadora de la concurrencia (basada en la usurpación de posiciones establecidas) desencadenó una nueva ronda de concentración y centralización de capitales que reforzó todavía más el poderío tecnológico y financiero de las grandes empresas multinacionales. En la periferia del sistema capitalista mundial, tal dinámica derivó en una avasalladora desnacionalización de la economía, así como en una gran destrucción del parque industrial, que se volvió obsoleto en relación a las nuevas tecnologías.

El aumento en las escalas de producción hizo que los grandes conglomerados internacionales redefiniesen sus vínculos con las economías nacionales. La necesidad de espacios económicos más amplios, que tienden a sobrepasar las fronteras nacionales, impulsó un movimiento de transnacionalización del capitalismo. Paralelamente, la mayor movilidad espacial de los capitales, potenciada por la integración del sistema financiero internacional, hizo posible rápidos desplazamientos de enormes masas de capitales entre diferentes países, comprometiendo el control de las sociedades nacionales sobre el capital extranjero.

El debilitamiento del trabajo en relación al capital, el extraordinario fortalecimiento de las empresas multinacionales y la elevadísima movilidad de los capitales, provocaron una grave crisis del Estado nacional. En el plano económico, las unidades nacionales encontraron crecientes dificultades para preservar la integridad de sus sistemas económicos, y, como consecuencia, para garantizar empleos a todos los trabajadores. En el plano político, la disputa por el monopolio de las nuevas tecnologías y por el control de los mercados mundiales agudizó las rivalidades entre los Estados nacionales.

La lógica del Imperio de los bloques económicos

Sin cuestionar los mecanismos que impulsaron el proceso de globalización de los negocios, las economías centrales han procurado suavizar las consecuencias más nefastas de este proceso sobre sus sociedades, echando mano de agresivas políticas neomercantilistas, que agudizan el estado de «guerra económica». Obligados a competir para atraer inversiones productivas, preservar la estabilidad de la moneda y defender el empleo industrial, los países desarrollados desencadenaron una carrera para transformar el espacio económico al cual se vinculan en base estratégica de la concurrencia capitalista a escala mundial.

Bajo la idea de que «somos los mejores, y los demás que se fastidien», las grandes potencias capitalistas han organizado un orden económico internacional que funciona sobre la base de «dos pesos y dos medidas». De un lado, presionan para la liberalización de los mercados externos; y por otro, defienden con uñas y dientes sus mercados internos con medidas proteccionistas. Para fomentar la liberalización, los países desarrollados movilizan el FMI, el BM y la OMC. Y para defender los intereses corporativos de sus capitales y de sus sindicatos, adoptan un complejo enmarañado de medidas proteccionistas. Es dentro de este contexto donde debemos comprender el esfuerzo de formación de grandes bloques económicos: el NAFTA y, ahora, el ALCA, liderado por EEUU; la Unión Europea, que se organiza en torno a la economía alemana; y la Cuenca Asiática, que tiene en Japón su principal referencia.

Con todo, como es un contrasentido imaginar que todas las economías puedan ser consideradas, al mismo tiempo, áreas prioritarias de interés del capital internacional, el esfuerzo de crear un espacio económico diferenciado instaura un patrón de concurrencia perverso, intrínsecamente imperialista, en el que el éxito de una región depende necesariamente de la depreciación de las demás. En la era de la globalización, el sistema capitalista mundial se encuentra, por tanto, completamente desprovisto de propiedades civilizatorias. En el capitalismo contemporáneo, la gran mayoría de la población mundial está condenada a vivir en Estados nacionales que no tienen la mínima posibilidad de evitar (o de atenuar) los efectos nefastos del capitalismo sobre la vida de las personas.

La necesidad de suplantar las ventajas concedidas al capital por las regiones concurrentes, constituye una verdadera tarea de Sísifo. Es este esfuerzo el que alimenta una secuencia inacabable de reformas económicas liberalizantes, cuya esencia consiste en ampliar los negocios del capital a costa de los derechos de la colectividad y de la capacidad del Estado para imponer límites a la acumulación. Al someter a la colectividad a sus dictámenes, el capital financiero sacraliza su agenda política. La liberalización del comercio, de las inversiones extranjeras y de los flujos financieros internacionales, la aprobación de leyes de patentes que garanticen el monopolio de las nuevas tecnologías, la flexibilización de las relaciones de trabajo, la privatización del patrimonio público, la desregulación de la economía, la estabilidad de la moneda a cualquier precio, el ajuste fiscal permanente... se convierten en imperativos de la política económica. Es dentro de este contexto donde surge la fuerza arrebatadora de la ideología neoliberal y de los procesos socioculturales que destruyen la propia noción de identidad nacional. No es de extrañar, pues, que la lógica del «sálvese quien pueda» haya contribuido todavía más para agravar la crisis del Estado nacional.

América Latina: nueva dependencia y reversión neocolonial

Las tendencias responsables de la crisis del Estado nacional se han manifestado con fuerza redoblada en las regiones que forman parte de la periferia del sistema capitalista mundial. Vulnerables a la furia de la competencia mundial y al arbitrio de los países centrales, las economías dependientes quedan sujetas a procesos catastróficos de desestructuración económica.

En América Latina, área de influencia de EEUU, la globalización desencadenó un proceso de reversión neocolonial que pone en cuestión la propia sobrevivencia de nuestros Estados nacionales. Dejando de lado cualquier miramiento, EEUU pasó a exigir que los países de la región, todos ellos dependientes da la «buena voluntad» de los organismos internacionales para gestionar sus deudas externas, se adhirieran incondicionalmente al liberalismo.

La adopción del recetario del Consenso de Washington alejó el desarrollo nacional del horizonte de las posibilidades de América Latina. Transformadas en meros «mercados emergentes», las economías latinoamericanas se convirtieron en un gran negocio, convirtiéndose en objetivo de verdaderas operaciones de pillaje por parte de grandes conglomerados internacionales interesados en: sacar provecho de las privatizaciones, fusiones y adquisiciones; utilizar el poder del monopolio para controlar segmentos enteros del mercado nacional; aprovechar la fragilidad financiera para arrebatar jugosos beneficios fiscales y financieros; participar en movimientos especulativos contra la moneda nacional; explotar ventajas comparativas derivadas del control de materias primas estratégicas y de la presencia de mano de obra barata.

El balance de más de dos décadas del experimento liberal en América Latina es sombrío. La concentración del progreso técnico en las economías centrales ha reforzado tremendamente la dependencia tecnológica de la región. Vulnerable a la concurrencia de productos importados, el parque industrial de las economías latinoamericanas -la columna vertebral de cualquier economía- ha comenzado a ser desmantelado. Sin condiciones de atender a los requisitos técnicos, financieros y de escala mínima necesarios para la absorción de las nuevas tecnologías, sus economías han quedado incapacitadas para aprovecharlas para modernizar sus fuerzas productivas. Los pocos países de la región que, después de mucho esfuerzo, consiguieron avanzar en el proceso de industrialización, fueron condenados a retroceder en la historia y a revitalizar sus complejos exportadores, basados en la producción de materias primas agrícolas y productos manufacturados de bajísimo contenido tecnológico.

La interminable crisis de sobreendeudamiento externo constituye una diabólica trampa que refuerza la dependencia financiera. A merced de las vicisitudes de las finanzas internacionales y de la tutela del FMI y del BM, la región se ha visto forzada, tanto a generar megasuperavits comerciales, destinados a pagar el servicio de la deuda externa, como a producir megadéficits comerciales para viabilizar la compra maciza de productos extranjeros y la absorción del exceso de liquidez en los mercados financieros internacionales. El programa de ajuste sin fin dictado por los organismos internacionales ha condenado a A.L. al estancamiento.

Por fin, la hegemonía de la ideología neoliberal ha llevado al paroxismo la dependencia cultural, haciendo especialmente vulnerables a nuestras sociedades ante el proceso de «americanización» de los estilos de vida y de los patrones de consumo. Paralelamente, el ataque al Estado ha comprometido la integridad de los centros internos de decisión, dejando los países de la región impotentes ante las acciones de pillaje del gran capital -nacional e internacional-. Sujeta al capricho del mercado, A.L. quedó desprotegida en un marco histórico extraordinariamente adverso, que compromete su futuro.

Una agenda para América Latina

Al implicar una drástica radicalización del proceso de liberalización en todas sus dimensiones, el Acuerdo de Libre Comercio de las Américas (ALCA) acelerará todavía más el proceso de reversión neocolonial que asola A.L. hace décadas. Por ese motivo, la campaña contra el ALCA debe ser prioridad en la agenda latinoamericana. Para ir a la raíz del problema, tal campaña debe contraponer a la integración mercantil, impulsada por el Estado norteamericano, la integración solidaria, impulsada por la unidad de los pueblos latinoamericanos en busca de un destino común de libertad e igualdad.