Educación para la transformación

Educación para la transformación

Juan Pablo Orrego


El ser humano es muy peculiar. El filósofo francés, Edgar Morin, piensa que la naturaleza humana es como una arcilla maleable que moldean las circunstancias históricas, sociales, familiares, la paz o la guerra, los ejemplos, los modelos que nos rodean.

Al nacer somos quizás el más inerme, desamparado y dependiente de todos los mamíferos. Necesitamos aprenderlo todo, incluso nuestra identidad cultural. Por eso somos tan distintos, pese a ser tan semejantes. Un león es un león, y vive, en gran medida, como lo hacen todos sus congéneres, y todos comen lo mismo y tienen similares melenas y hábitos. Nosotros, en cambio, podemos ser programados para actuar y vestirnos de diversas formas, para comer alimentos diferentes... y sobre todo para ser «tribales», bondadosos, generosos, mágicos… o individualistas, competitivos, agresivos, e incluso violentamente destructivos.

Hay quienes piensan que somos más instintivos de lo que parece y que el problema es que en la civilización los instintos son reprimidos, casi erradicados por el sistema educativo, que conforma al individuo al entorno sociocultural imperante, con un bombardeo de información, e imposiciones desde afuera hacia adentro, lo que no permite que florezca su esencia. El filósofo hindú Rabindranath Tagore pensaba que uno de los principales problemas de la educación europea era esta coerción sobre el individuo para “civilizarlo”, quedando su individualidad y su espiritualidad en su interior profundo simplemente como algo innato. Tagore promovía una educación «desde adentro hacia afuera» que permitiera a la persona dejar aflorar su naturaleza y sus instintos. También pensaba que otro gran escollo educacional en la cultura «occidental» era la falta de comunión con la naturaleza.

Realmente es insólito que la mayoría de la humanidad actúe ignorando las «directrices operacionales» de la biosfera que nos cobija y nos sustenta, algo con lo que cualquier animal cuenta desde que nace. Pájaros, mariposas y ballenas migran miles de kilómetros sin manules de instrucción, mapas, ni títulos universitarios. Las abejas –alquimistas sin doctorados–, en base a las materias primas que les proporciona el entorno, particularmente las plantas y sus flores, fabrican, sin pensarlo dos veces, miel, cera, propóleo, jalea real... y las celdas hexagonales micrométricamente exactas e idénticas de sus panales, y todo sin universidades ni capacitaciones.

Es increíble que en los albores del siglo XXI nosotros los humanos aún no entendamos que somos una unidad con toda la biosfera, que compartimos los mismos átomos y elementos, las mismas moléculas de agua presentes en nuestro planeta Tierra desde hace miles de millones de años; que no percibamos que estamos tan arraigados en la naturaleza como los árboles, por medio del aire, el agua, los alimentos, y las impresiones sensoriales; que no veamos que estamos en un «boca a boca» con la naturaleza: respiramos, bebemos y comemos, y devolvemos gases, líquidos y sólidos, y también podemos responder a la belleza.

¿Todavía no nos damos cuenta de que, literalmente, descendemos de las bacterias y las células eucariotas, y que la evolución se ha desplegado en base a la cooperación y la simbiosis, y no a la competencia? Entonces estamos perdidos, no sabemos dónde estamos parados, ni cuál es nuestro lugar en el orden natural. No reconocemos nuestros orígenes. Estamos ciegos, sordos, insensibles, y éste es un fenómeno socio-cultural masivo inducido. Letal mezcla de ignorancia, inequidad, farándula, miseria, violencia y mala calidad de vida para muchos.

Necesitamos urgentemente educación, no para conformarnos a sociedades patológicas y disfuncionales, sino para el cambio, para la transformación audaz, para alimentar una revolución histórica, guiada por una alta inteligencia ‘comunitarista’, amorosa, intuitiva, artística y arraigada.

Siempre hemos podido y podremos. ¿Y…?

 

Juan Pablo Orrego

Santiago de Chile