Ecología integral: una visión histórica

Ecología integral: una visión histórica

Alfredo Gonçalves


En la segunda mitad del siglo XX y principio del XXI, crece de forma exponencial la conciencia respecto a la conservación del medio ambiente. Científicos, famosos, Iglesias, movimientos sociales y organizaciones no gubernamentales (ONGs)... pasan a poner su preocupación en la ecología. Por todas partes surgen y ganan espacio los llamados «partidos verdes», acompañados de una serie de iniciativas en pro del respeto y cuidado para con la naturaleza, la «Madre tierra» o la «casa común, nuestra responsabilidad».

La verdad es que a lo largo de los tiempos, en sentido macrohistórico, el ser humano ha seguido el camino que va del conocimiento mítico-estático al conocimiento dominador-explorador, pasando por el conocimiento de la sabiduría-contemplativa. El paso del primero de esos estadios, mítico-estático, al segundo, sabio-contemplativo, estuvo marcado primero por la invención de la escritura y luego por la filosofía antigua. El paso del segundo al tercer estadio, dominador-explotador, tiene ya como marco fundamental la época de los grandes descubrimientos (o conquistas), de las rápidas transformaciones y del método experimental, que se extienden del siglo XIV al XIX, culminando con la Revolución Industrial.

El imperio del mercado total

Este último paso representa un avance sin precedentes, una vertiginosa aceleración, tanto en términos de capacidad de producción y productividad, cuanto por los inventos o el ritmo de los mismos acontecimientos históricos. La máquina del tiempo cambia de marcha, multiplicando su velocidad de forma espantosa. Algunos historiadores llamarán a este período el «siglo del movimiento» (Peter Gay), o la «era de las revoluciones» (Hobsbawm). Al mismo tiempo, se extreman la explotación de la fuerza de trabajo humano, el uso de los recursos naturales y la comercialización de los bienes culturales. Se implanta así, junto a la economía globalizada, el imperio del productivismo-comercio-consumismo, lo que, en su línea extrema de mercado total, conduce a la cultura del descarte de las cosas, de las personas, y de las relaciones con unas y otras.

Tal modo de vida será responsable en última instancia del calentamiento global, la polución del aire y del agua, la deforestación y la desertificación, la contaminación del suelo y del medio ambiente, la sociedad ruidosa, estresante y frenéticamente veloz. Ya en 1891, en la frase de apertura de la encíclica Rerum Novarum, el Papa León XIII denunciaba la sed de novedades y la agitación febril que se hacían sentir al final del siglo XIX. Tal sed y tal fiebre caracterizarían todo el siglo XX. Podemos afirmar que los cinco conceptos que forman el fundamento de esa sociedad engañosamente seductora y fascinante –razón, ciencia, tecnología, progreso y democracia– servirán para propagar la industria del «vivir bien».

Individualismo exacerbado, lujo ostensivo y objetos de última generación se unen para satisfacer los deseos, impulsos e intereses de aquellos que habitan los pisos superiores de la pirámide social. Al mismo tiempo, entre esta minoría de privilegiados y la mayoría de los que caminan por la base de la pirámide, se abre un abismo cada vez mayor. Crecen a la vez la acumulación de renta y riqueza y la exclusión social. Si es verdad que la ciencia y el progreso tecnológico trajeron innovaciones beneficiosas, especialmente en las áreas de transportes, comunicaciones, salud y confort personal, también es cierto que se han profundizado las injusticias y desequilibrios socioeconómicos. Semejante estado de cosas será analizado con énfasis y propiedad tanto por la Gaudium et Spes (1965) y la Populorum Progressio (1967) de Pablo VI, cuanto por la Laborem exercens (1980) y la Centesimus Annus (1991) de Juan Pablo II, cubriendo un siglo de Doctrina Social de la Iglesia.

Más allá de las desigualdades sociales, otros cuestionamientos deconstruyen los presupuestos básicos de lo que Hegel denomina «tiempos modernos». De hecho, mientras la ciencia, la técnica y el progreso servirán muchas veces para incrementar la carrera desenfrenada al armamentismo y a la industria bélica en general, la razón y la democracia acabarán por desembocar en formas de sociedad irracionales y fuertemente autoritarias. Eso sin hablar del colonialismo, de los genocidios, de las dos grandes guerras mundiales, de la amenaza atómica, del totalitarismo y el holocausto, del actual fundamentalismo, ¡y tantos otros «ismos»! El siglo XX, con sus tan diversas formas de barbarie, desmiente al dios ilustrado y positivista del «orden y progreso», el optimismo centrado únicamente en la razón humana.

En busca de la ecología integral

En ese contexto saturado de productos superfluos y efímeros (Gilles Lepovtsky), en esta forma de «modernidad líquida» (Baumann), en esta «sociedad del espectáculo» (Guy Debord) o en esta «era de los extremos» (Hobsbawm), se gesta y madura una nueva transición, tan revolucionaria y estructural como las anteriores. Se trata de un verdadero cambio de paradigma. Más que una época de cambios, se habla de un cambio de época, un cambio epocal. A partir de una serie de dudas sobre los fundamentos de la posmodernidad, emerge con ímpetu redoblado el contraste entre el empeño por el «bien vivir», y la frenética carrera por el «vivir bien».

Este último concepto, centrado en el placer inmediato del presente y marcado por la omnipotencia del momento actual, invita a disfrutar aquí y ahora de todo lo mejor que la técnica y el progreso pueden ofrecer a costa de gran parte de la población mundial, así como de las generaciones futuras y del cuidado por el mundo como casa de todos. Olvidando el pasado y despreocupándose del porvenir, el hoy reina imperioso y absoluto. El «bien vivir», en lugar de eso, busca una existencia sobria, justa y responsable, redescubriendo una convivencia al ritmo de la naturaleza, una responsabilidad para con las generaciones que nos seguirán, junto a una solidaridad con otras personas y pueblos que habitan la faz del planeta.

Con el buen vivir entra en escena la centralidad y el protagonismo del planeta, con su grito silencioso, y como fuente y condición imprescindible de la vida en toda su plenitud. Con la Madre Tierra, entra en escena igualmente la noción de ecología integral. Con ella se cuestiona radicalmente el saber vigente, explotador-dominador, marcadamente masculinizado, que penetra la naturaleza para explotar sus recursos hasta agotarlos. No se trata, por otro lado, de una vuelta nostálgica (e imposible) al pasado idealizado, al saber mítico-estático o a la sabiduría contemplativa, sino de una nueva forma de coexistencia, pacífica y responsable, con las cosas, con las especies de vida de la naturaleza, con el patrimonio cultural de la humanidad y las relaciones interpersonales.

Gana fuerza, entonces, el concepto de biodiversidad. No es el ser humano el que ha de ocupar el centro de la tierra, de la creación y del universo en su totalidad. Sino la vida en todas sus formas. Cuando se extingue cualquier especie de la fauna o de la flora, también la vida humana se empobrece. Esto quiere decir que están bajo nuestra responsabilidad humana, por una parte, todos los seres vivos que habitan la faz de la tierra, y por otra, debe estar también la preocupación por las generaciones futuras. Entre unos y otras, igualmente necesarios todos, están los elementos inorgánicos de los cuales la biodiversidad se sirve para nutrirse, vestir, habitar, luchar, construir, criar... lo que se refiere tanto a las plantas, hormigas y abejas, por ejemplo, cuanto a los hombres y mujeres.

La muerte de Dios, anunciada por Nietzsche durante la era moderna, cede lugar al retorno de lo sagrado. La posmodernidad está poblada de dioses. Por detrás de esa nueva sed de más allá, se esconde una nueva búsqueda de sentido, de significado profundo para la existencia. Un sentido/significado que supera el uso o usufructo de los bienes y de las personas que nos rodean, para llegar a una armonía con todo y entre todas las formas de vida. La noción de «cuidado» en las relaciones con las cosas y los seres vivos, que se traduce en el cuidado de la vida en sus ricas y distintas manifestaciones. Adquiere importancia fundamental la mano femenina de hombres y mujeres que vuelven a considerar la vida como una criatura simultáneamente bella y frágil, colocándola en el centro mismo de cualquier proyecto.

Entre la devastación del medio ambiente y su conservación, hay diversos niveles de responsabilidad. El grado de destrucción o de cuidado por la «casa común» es distinto según la influencia social, política y cultural: individuos, comunidades, pueblos, empresas y gobiernos tienen una responsabilidad diferenciada, que, en forma decreciente, va desde los grandes conglomerados transnacionales y organismos internacionales, a cada ser humano particular. Lo cierto es que nadie hoy puede eximirse de la tarea de salvaguardar el planeta como «casa de todas las cosas, plantas, animales y personas humanas».

 

Alfredo Gonçalves

São Paulo, SP, Brasil - Roma, Italia