Ecología del lenguaje: Sembremos la tierra de verbos

 

Marta Zhein España

 

No hacía falta arrancar el año pidiendo a los adolescentes de mi familia que me dijeran una palabra con la que identificaran el futuro, pero había leído días antes que una profesora lo hizo con sus estudiantes y quería llegar a mis propias conclusiones. Las respuestas que recibió la profesora habían sido temor, alarma, tristeza, cabreo, angustia, incertidumbre, dudas, miedo, rabia, inseguridad, injusticia y curiosidad y desde que lo leí no dejaba de preguntarme cómo era posible crecer sin esperanza. Hemos conseguido que el nihilismo y la impotencia estructuren el modo de ser de una generación. Quizá mis sobrinos y mi sobrina cambiarán aquel retrato generacional.

“Dicen que en 10 años el planeta sufrirá una catástrofe global si no nos ponemos las pilas, y no parece que el asunto vaya a cambiar”, argumentó el mayor, confirmándome lo que me temía. Existe una palabra para diagnosticar su malestar: solastalgia. Este término, acuñado por el filósofo australiano Glenn Albrecht, define eso que sientes cuando las casas de tu vecindad, que solían albergar familias, se vuelven comercios y oficinas; cuando el bosque en el que jugabas se incendia, pavimentan aquel parque y lo vuelven estacionamiento o levantan una nueva valla en el camino de acceso al mar porque se ha convertido en propiedad privada. Solastalgia es la nostalgia que sientes por tu hogar estando todavía en él.

Es indudable que existen razones para sentirse así. Personas de todo el mundo, el reino animal y el vegetal, nuestros ríos, la naturaleza entera y la atmósfera están mandando señales claras de que la vida entera, tal y como la conocemos, se agota. Sin embargo, y precisamente por ser una situación apremiante, no es la hora de alimentar pasiones tristes.

Lo que la vida necesita ahora es un apoyo amoroso y un trato compasivo y estos dos caminos sólo pueden ser transitados desde la alegría.

El lenguaje como parte de la trama de la vida A fuerza de dedicarme a narrar me he convertido en experta en estrategias narrativas y enseño a narrar con delicadeza. Sé que el poder del lenguaje va más allá de la gramática, que no sólo es esa facultad del ser humano que le permite expresarse y comunicarse con los demás sino que está inscrito en un proceso de creación y de producción de pensamientos integrado en la trama de la vida. No podemos defender la salud del ecosistema del que formamos parte con un lenguaje que se desarrolla a través de procesos “antiguos” en los que el lenguaje sólo es forma y contenido. Si nuestros relatos bienintencionados terminan convirtiéndose en palabras vanas es porque desarraigamos el lenguaje.

Repensar la vida pasa por abordarlo desde una perspectiva transversal y vivificante. Más allá de la retórica, de si elegimos decir “emergencia o crisis climática” en vez de “cambio climático” o “negacionista de la ciencia del clima” en lugar de “escéptico del clima”, más allá de la precisión necesaria en un tema como la ecología que es abordado año tras año desde más ramas del conocimiento, necesitamos usar la palabra de modo que enlace nuestros tres cerebros (mente, corazón e instinto) porque sólo así podrá formar parte de la trama de la vida.

El cuidado ha de impregnar nuestra comunicación de manera que pueda nutrir nuestro élan vital y no cortarnos el aliento. Recordemos el carácter relacional del lenguaje y percibámoslo como una malla afectada por múltiples variables.

Los trece hilos que determinan una “narración orgánica”

En busca de un uso ecológico del lenguaje hace 20 años acuñé el concepto de “narración orgánica” para describir un proceso narrativo que promueve la ecología del lenguaje de una manera singular. Estas son las variables que lo determinan: el lugar emocional/mental/espiritual desde el cual nos  expresamos, el modo con el que formulamos nuestros pensamientos, que está determinado no sólo por el lenguaje sino por nuestra inteligencia emocional, la visual, la lógica, la cinético/corporal…, promover la co-creación, que implica el ejercicio del diálogo y la negociación, recordando que el pensamiento colectivo también puede expresarse en una sola voz, el contexto o medioambiente en el que llevamos a cabo el acto de narrar, el momento adecuado (cotidiano e histórico) en el que lo emitimos,

los métodos y la tecnología que utilizamos, poniendo límites a la obsolescencia, promoviendo el uso de tecnologías sostenibles, minimizando la producción de deshechos, etc., la emoción que nos genera y que envuelve al tema elegido, a quién nos dirigimos, sin olvidar que tiene la capacidad de determinar el recorrido de la historia, su impacto, su crecimiento y su cuidado, valorar las fuentes de conocimiento locales para así hacer visible la diversidad de discursos, idiomas y referentes culturales, plantearnos las consecuencias que puede tener nuestro mensaje, contemplar la devolución al entorno de una parte de los beneficios que obtenemos con el relato (creando empleo, desarrollando estrategias de sensibilización…), los arquetipos con los que queremos fertilizar el imaginario colectivo de modo que permitan fomentar la autonomía narrativa de las personas más desfavorecidas, entender nuestra intención como una vibración desapegada y no tanto un acto voluntad.

Esta forma de abordar el lenguaje permite fertilizar la trama de la vida porque el lenguaje es un acto capaz de conmover, es decir, de generar otros actos,

La extinción de los nombres de la tierra

Nuestras palabras pueden modificar el presente y crear un nuevo horizonte de sucesos al tiempo que permiten honrar nuestros orígenes, porque cada vocablo expresa un recorrido hecho de tiempo y encarnado en un sonido preciso, aliento moldeado, retenido y repetido. Los verbos, sustantivos y adjetivos visibilizan los matices de la existencia que la humanidad ha ido descubriendo al convivir con la naturaleza.

No hace falta más que asomarse a los diccionarios de las lenguas que aún hablamos para entender cómo hemos simplificado nuestra forma de comprender el planeta y cómo hemos homogeneizado nuestra forma de vivir en él. No sólo están desapareciendo semillas, insectos, islas... La migración por motivos climáticos tiene una consecuencia de la que se habla poco: la pérdida de lenguas y, con ello, formas ancestrales de nombrar el mundo.

La tierra está dejando de escuchar sus nombres: Maxitari la denominan los Yanomami, para expresar su aliento. Eloheh la llaman los Cherokee, recordando que es historia, madre, cultura, orgullo… Qutamam (Madre agua) la llaman los Urus y los Yoruba dicen Odùa-Ilè-Àiyé o Madre Tierra. Estos sonidos nos recuerdan que hay muchas formas de trascender el yo. Esas palabras originales son también sensaciones, emociones, y perduran en nosotros, al desaparecer, desaparece algo que nos constituye.

La desaparición de palabras señala la extinción del mundo que nombraban. La pérdida de la diversidad idiomática y lingüística en el mundo está directamente relacionada con la pérdida de hábitats naturales y la disminución de la biodiversidad en el planeta. De los 6.000 idiomas censados en el planeta, más de 2.500 están en riesgo de desvanecerse, según la Organización de la ONU para la Educación, la Ciencia y la Cultura (Unesco). Esto supone más que una pérdida de palabras la destrucción de una forma de ver la vida, de concebir el espacio, el universo y la relación con otros seres humanos.

Los continentes donde la amenaza es mayor son Oceanía y América, donde vive el mayor número de comunidades indígenas y culturas ancestrales. Así, en Brasil 190 idiomas están en peligro, en México 144, en Colombia 68 y en Perú 62.

Mientras tanto, existen iniciativas de recuperación lingüística que promueven dar un lugar en nuestra cultura a términos en extinción, como la talasonimia (la forma en la que los pescadores identifican sus caladeros y los lugares que transitan para llegar a ellos, diferente a la toponimia). El objetivo es inculcar en las nuevas generaciones una “biocultura” que vuelva a situar la naturaleza en su horizonte vital y semántico.

Amando el lenguaje como parte de la trama de la vida podremos reencantar el mundo.