Desigualdad natural y desigualdad social

Desigualdad natural y desigualdad social

Teresa Forcades i Vila


Hay personas que nacen muy inteligentes y las hay que nacen con escasas capacidades intelectuales. Hay personas que nacen sanas y fuertes y las hay que nacen enfermas. Hay personas que nacen muy bellas y las hay que nacen feas. Hay personas que nacen inteligentes, fuertes o bellas y luego sufren a lo largo de su vida un accidente o una enfermedad que les arrebata o les disminuye significativamente estos atributos.

A veces la desigualdad de atributos al nacer está causada por la acción humana o por la injusticia social, como, por ejemplo, cuando se ingieren ciertos medicamentos o substancias durante el embarazo o cuando se permite la contaminación ambiental en las zonas campesinas por glifosato (RoundUp), el producto estrella de la empresa Monsanto. Los accidentes y las enfermedades que ocurren a lo largo de la vida pueden derivar también de acciones humanas directas o de una distribución desigual de los recursos, como por ejemplo cuando tiene lugar un terremoto y las únicas casas que se derrumban aplastando a sus inquilinos son las de los pobres, cuando se permite un desigual acceso a la asistencia sanitaria o cuando se dan accidentes laborales por trabajar en malas condiciones o incluso en condiciones inhumanas como en las minas de coltán del Congo.

A pesar de los numerosísimos casos en que la desigualdad de atributos al nacer o el hecho de ser víctima de un accidente o una enfermedad a lo largo de la vida son consecuencia de la desigualdad social, queda claro que hay casos, también numerosísimos, en que la desigualdad no es fruto de la acción humana individual ni colectiva. A la desigualdad que no es fruto de la acción humana la llamo ‘desigualdad natural’.

¿A qué se debe la ‘desigualdad natural’? ¿Es querida por Dios? ¿Forma parte de su voluntad creadora?

En la parábola de los talentos (Mt 25,15-30), narrada por Mateo justo antes de la parábola del juicio final, nos encontramos con que Jesús compara a Dios con un hombre que, habiendo decidido confiar sus bienes a sus siervos, no los reparte entre ellos de forma equitativa: a uno le da cinco talentos, al otro dos y al tercero solamente uno.

¿Por qué unas personas nacen inteligentes, sanas y bellas y otras nacen sin poseer ninguno de estos tres atributos? ¿Por qué esta desigualdad inicial? ¿No es inevitable la desigualdad social si partimos de una desigualdad inicial?

No hay duda que la desigualdad social es inevitable si la sociedad se organiza en torno a la competitividad y además considera la propiedad privada un derecho absoluto. En la sociedad capitalista, los que nacen con menos capacidad de competir o tienen una enfermedad o un accidente graves quedan a menudo relegados a la marginación social y la pobreza. Sus hijos, aunque sean inteligentes, sanos y bellos, nacen marginados y pobres. El privilegio social que confiere la riqueza en nuestra sociedad compensa la desventaja competitiva de la desigualdad natural y el resultado final es un mundo donde la brecha entre ricos y pobres no hace más que aumentar. Según el último informe de Oxfam Intermón (www.oxfamintermon.org), en el año 2016 el 1% más rico del planeta habrá acumulado más riqueza que el 99% restante.

¿Es inevitable la desigualdad social si partimos de una desigualdad inicial? Según la Regla de san Benito (s. VI), que es la que rige en mi monasterio, la respuesta es no: Está escrito: ‘Se distribuía según lo que necesitaba cada uno’. Pero con esto no queremos decir que haya discriminación de personas, ¡no lo permita Dios!, sino consideración de las flaquezas. Por eso, aquel que necesite menos, dé gracias a Dios y no se entristezca; pero el que necesite más, humíllese por sus flaquezas y no se enorgullezca por las atenciones que le prodigan. Así todos los miembros de la comunidad vivirán en paz (Regla de San Benito, capítulo 34: Si todos deben recibir igualmente las cosas necesarias) .

Dios no desea la desigualdad. Espera de nosotros que reaccionemos ante la desigualdad natural de forma solidaria, de tal manera que ésta no derive en desigualdad social.

Sin embargo, si Dios no desea la desigualdad, ¿por qué le da a uno cinco talentos y al otro uno?; ¿por qué existe la desigualdad natural?; ¿no sería más lógico que hubiera creado un mundo donde ésta no existiera, en lugar de crear un mundo desigual y esperar que seamos nosotras quienes restauremos la igualdad dando a cada una según su necesidad?; ¿nos responsabiliza Dios a nosotras de lo que Ella no ha hecho?; ¿por qué no creó Dios un mundo donde cada cual tuviera diversidad de dones y peculiaridades propias, pero donde no hubiera fealdad o enfermedad o personas que al nacer o tras un accidente quedaran privadas de su autonomía personal?; ¿por qué no creó Dios un mundo donde la diversidad de los dones personales no supusiera ninguna desventaja competitiva? La respuesta es sencilla: porque Dios no espera ni desea que nos organicemos socialmente de forma competitiva.

¿En qué momento la diversidad –que es un valor positivo– se convierte en desigualdad, concebida como desventaja social? En nuestro mundo hay personas hoy que sufren por haber nacido con la piel oscura en lugar de clara o por haber nacido mujer en lugar de varón. No cuesta mucho esfuerzo darse cuenta que éstos son casos de ‘diversidad natural’ que se convierte en ‘desigualdad’ solamente como resultado de unas prácticas y una estructuras discriminatorias que son fruto de la acción humana. Por el contrario, nacer menos inteligente hasta el punto de no poder valerse por sí mismo, es diferente, eso sí que es ‘desigualdad natural’ real… ¿o no? ¿Es posible pensar que la que he llamado ‘desigualdad natural’ sea en realidad una diversidad enriquecedora que solamente se convierte en desventaja y, por tanto, en injusticia, debido a unas determinadas prácticas y estructuras sociales?

Existen hoy asociaciones de personas que reivindican que lo que socialmente se considera su ‘desgracia personal’ (por ejemplo, ser sordomudo) es en realidad una ‘diversidad funcional’ y no supone en sí misma ninguna ‘desventaja natural’ sino una peculiaridad que debe aceptarse como tal sin juzgarla y que representa en realidad un enriquecimiento para el conjunto de la sociedad. En el caso de la ceguera, se han producido cambios espectaculares que avalan esta perspectiva. A lo largo de la historia, los colectivos sociales han tendido a considerar a la persona ciega como ‘castigada por Dios’ o ‘simplemente desgraciada’ y a olvidarla a su suerte o a la caridad de sus parientes o de instituciones benéficas. Gracias sobretodo al método de lectura y escritura táctil desarrollado por Braille en 1825, al cambio de mentalidad que éste supuso y a las múltiples adaptaciones estructurales que se han implementado socialmente desde entonces, las personas ciegas que tienen acceso a estas medidas pueden evitar hoy la marginalidad social y son en general respetadas como personas particularmente sensibles que a menudo aportan una visión más honda y equilibrada a un mundo saturado de estímulos visuales.

También es de destacar la revalorización de los niños y los adultos con síndrome de Down. De esconderlos en casa y considerarlos una vergüenza para la familia, hemos pasado a descubrir socialmente su particular inteligencia emocional y a valorarlos por ella y por el reto que su presencia supone a nuestros falsos valores competitivos. Cuando hay un niño en clase con síndrome de Down, ¿qué sentido tiene premiar a los alumnos que sacan mejores notas? ¿Qué es lo que se premia en realidad actuando así? Todos saben que el niño con síndrome de Down no conseguirá nunca ser el primero de la clase. Y no por falta de mérito propio o de esfuerzo personal. El niño con síndrome de Down ayuda a sus compañeros a cuestionar la organización social basada en la competitividad, la injusticia flagrante que ésta supone y lo absurdo que resulta optar por ella pudiéndonos organizar de acuerdo con los principios de la solidaridad: ‘Se distribuía según lo que necesitaba cada uno’.

El VII informe FOESSA sobre exclusión y desarrollo social en España (2014) muestra bien a las claras que la desigualdad social no se debe en primer lugar a la crisis, sino al modelo de organización social que hemos escogido: un modelo basado en la competitividad que no pone límites a la acumulación de bienes y considera la propiedad privada un derecho absoluto. De cada tres personas que se encuentran hoy en situación de exclusión social en España, dos han llegado a ella antes de que empezara la crisis, es decir, durante los años en que ‘España iba bien’ y experimentaba un crecimiento económico espectacular.

El problema no es la crisis, es el modelo socioeconómico. Mas para acabar con este modelo de forma duradera, los necesarios y urgentes cambios estructurales deben ir acompañados de un cambio de perspectiva antropológica, de orientación de fondo. No se trata solamente de evitar que la desigualdad natural se convierta en desigualdad social, sino de cuestionar hasta qué punto lo que consideramos desigualdad natural es en realidad una diversidad enriquecedora, y de organizarnos no solamente para tratar caritativamente a quienes consideremos naturalmente desaventajados, sino para reconocerlos simplemente como iguales.

 

Teresa Forcades i Vila

Montserrat, Catalunya, España