Derechos humanos dentro de la Iglesia misma

Derechos humanos

dentro de la Iglesia misma

 

Armando Lampe


Antes de criticar al otro, hay que empezar por criticarse uno a sí mismo, decía Teresa de Calcuta. Por eso aquí no nos vamos a referir a algunos capítulos gloriosos de la Iglesia latinoamericana, de denuncia y de defensa de los derechos humanos, como fue la Vicaría de la Solidaridad de Santiago de Chile o el trabajo pastoral de Mons. Romero, sino a la situación de derechos humanos dentro de la Iglesia misma. Y los derechos humanos constituyen un problema que la Iglesia católica aún no ha resuelto en su interior.

El término «derechos humanos» (DDHH) refiere a los últimos 60 años desde la «Declaración Universal de los Derechos Humanos». Fue sólo a partir de 1948 que por primera vez en la historia de la humani-dad se ha aceptado que todo ser humano tiene la misma dignidad y los mismos derechos. Esta idea no cayó del cielo, y la contribución del cristianismo a la formación de esa idea fue indudablemente significativa. Cuando Pablo de Tarso proclamó que en la comunidad cristiana no existe distinción entre griego o romano, hombre o mujer, esclavo o libre, y cuando Bartolomé de Las Casas, ante la exclusión del indígena, anunció que toda la humanidad es una, muestran que la idea de los derechos humanos tiene fundamentos arraigados en la tradición cristiana.

Pero al mismo tiempo hay que reconocer que una cosa es el cristianismo y otra cosa es la Iglesia. No me estoy refiriendo aquí a la historia criminal de intolerancia de la Iglesia, como fue por ejemplo la Inquisición, tan presente en la historia colonial de América Latina, porque sería caer en anacronismo, al aplicar una idea del último medio siglo a siglos anteriores. Tampoco me refiero al hecho de que hasta en la segunda mitad del siglo XIX obispos y sacerdotes eran propietarios de esclavos africanos en el Caribe, y compraban y vendían seres humanos. En esa misma época el Papa Pío IX publicó el Syllabus, que condenó todos los derechos emergidos en la Revolución Francesa, como el derecho del trabajador a organizarse en sindicatos o el derecho a la libertad de expresión; pero no me estoy refiriendo a eso. Estoy hablando de la historia contemporánea, donde se puede afirmar que entre la Iglesia y los derechos humanos sí hay contradicción, como queda en evidencia en los siguientes casos.

La Santa Sede es uno de los Estados menos comprometidos en todo el mundo con la causa de la defensa de los derechos humanos. Existen en el sistema de Naciones Unidas más de 100 convenciones internacionales sobre los derechos humanos, que son convenciones tanto de carácter general como específicas. De estos convenios internacionales sobre derechos humanos, la Santa Sede ha suscrito solamente 10, pareciendo que ha cumplido aportando «el diezmo» a los derechos humanos. La Santa Sede está en los últimos lugares de la lista de Estados a nivel mundial en cuanto se refiere a compromisos públicos de carácter internacional por la defensa de los derechos humanos.

A nivel general el Vaticano, como Estado asociado a Naciones Unidas, no ha firmado ni el Pacto Internacional de Derechos Económicos, Sociales y Culturales ni el Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos, aprobados en la Asamblea General de la ONU en 1966. Estos dos Pactos y la Declaración de 1948 se convirtieron en cuerpo legal, obligatorio para los Estados firmantes. A nivel específico la Santa Sede no ha ratificado ninguna de las convenciones sobre la supresión de las discriminaciones basadas en la sexualidad, la enseñanza, el empleo y la profesión. Tampoco las relativas a la protección de los pueblos indígenas, los derechos de los trabajadores, los derechos de las mujeres, la defensa de la familia y el matrimonio.

Después de más de 60 años de la Declaración Universal de los Derechos Humanos, la Iglesia católica todavía no ha aceptado los derechos humanos, que son considerados uno de los logros más grandes en la historia moral de la humanidad. No los ha aceptado como Estado, el Estado de la Ciudad del Vaticano, ni como organización religiosa, ya que no ha aceptado los derechos de las personas en su organización interna. Por ejemplo, en 1990, la Congregación para la Doctrina de la Fe publicó un documento (Instrucción sobre la vocación eclesial del teólogo) en cuyo nº 36 se dice: «no se puede apelar a los derechos humanos para oponerse a las intervenciones del Magisterio».

Se puede argumentar que existe el Código de Derecho Canónico, en el que se habla de derechos y deberes de los fieles, pero es letra muerta, porque el fiel no puede demandar judicialmente sino que depende de la buena voluntad de las autoridades eclesiásticas. En la Iglesia no existe democracia y separación de poderes, porque todo el poder está concentrado en el papa (cánones 331, 333, 1404 y 1372). La Iglesia católica es la última monarquía absoluta que queda en Europa, que viola cientos de derechos de sus propios miembros.

Mencionemos algunos: su concepción sobre la familia y el matrimonio, que le trae dificultades con los movimientos feministas y especialmente con los homosexuales. Su concepción sobre la planificación de la reproducción, por la que se ha enfrentado dentro de las Naciones Unidas a una gran parte de Estados y de organizaciones internacionales. La negativa a separar celibato y sacerdocio, el mantenimiento de estructuras organizativas autoritarias, la discriminación de la mujer dentro de la Iglesia al negarle la ordenación sacerdotal.

Un problema es si la Iglesia puede imponer restricciones de derechos a sus miembros, es decir derechos reconocidos en las leyes civiles. Lo he sufrido en carne propia: al ser elegido diputado en mi país, el Vaticano exigió mi renuncia como sacerdote y finalmente fui laicizado en 2013. Como ciudadano tengo derecho activo y pasivo de voto; por lo tanto me vi agredido en mis derechos por la Iglesia pero no tengo ni dónde ni a quién recurrir para exigir derecho alguno. La Iglesia cada vez tiene más problemas en cuanto a la violación de los derechos humanos en su propio interior y las quejas de sus miembros son cada año más numerosas. La violación de derechos humanos en su interior tiene consecuencias para el exterior: el problema del abuso sexual de menores por muchos sacerdotes es un escándalo internacional; la Iglesia se ha ganado el vergonzoso record de ser una de las instituciones que menos ha defendido los derechos de los niños (todo menor de 18 años, según el artículo primero de la Convención sobre los Derechos del Niño).

Pero el Vaticano sigue haciendo recomendaciones a Estados en la ONU, como en marzo de 2014 a México, urgiendo a ese país a «preservar y proteger la institución natural de la familia y el matrimonio como la unión conyugal entre un hombre y una mujer fundada en el libre consentimiento». Es nada más un modelo de familia, que está en pugna con otras interpretaciones y hasta con otro derecho humano, el derecho de los homosexuales a tener una familia. Para pedir a otros Estados que implementen los derechos humanos, el mismo Vaticano debiera respetarlos.

El Papa Francisco puede tener las mejores intenciones del mundo como persona, pero como Papa no tiene ninguna autoridad moral para exigir el cumplimiento de los derechos humanos mientras al interior de la institución eclesiástica no se admitan, ni se respeten escrupulosamente todos los derechos humanos. Mientras se sigan violando estructuralmente los derechos humanos en las instituciones eclesiásticas, muchos cristianos de a pie seguiremos sonrojándonos, pero también, haciendo todo lo posible por conseguir una Iglesia que predique con el ejemplo el respeto debido a los derechos humanos.

 

Armando Lampe

Aruba, Antillas Menores