Datos para un prontuario

Datos para un prontuario

Eduardo GALEANO


Al pie del arcoiris, la olla de oro nos espera a todos, ricos y pobres, negros y blancos. En su reciente reunión de Miami, los presidentes de las Américas han entonado, una vez más, el unánime himno de alabanza a la libertad de comercio. Con la excepción de Cuba, que no fue invitada, los representantes de nuestros países han repetido lo que todos los días escuchamos procla­mar: la libertad de comer­cio condu­ce a la prosperidad y es sinónimo de democracia.

Quizás no venga mal un repaso, muy a vuelapluma, de los antece­dentes de tan elogiada señora.

En nombre de la libertad de co­mercio, los piratas ingleses y holan­deses, Drake, Morgan y otros neoliberales de la época, desvali­jaban a los galeo­nes españoles.

La libertad de comercio era la coartada de los traficantes de esclavos, que arrancaron a quién sabe cuántos millones de negros del Africa persignándose ante Dios y las leyes del mercado.

La libertad de comercio impuso a balazos el consumo de alcohol a los indios de América del Norte, y a cañonazos impuso el opio en China.

Cuando EEUU se independizó de Inglaterra, lo primero que hizo fue prohibir la libertad de comer­cio. Las telas norteamericanas, más caras y más feas que las telas inglesas, fueron a partir de entonces obligatorias, desde el pañal del bebé hasta la mortaja del muerto.

Para imponer afuera la libertad de comercio que jamás practicaron adentro, EEUU invadió a los países latinoameri­canos a un ritmo de una invasión por año. En nombre de la libertad de comercio, William Walker restableció la esclavitud en América Central.

El latifundio esclavista fue establecido en Paraguay, en el siglo pasado, al cabo de una larga guerra de exterminio. Los tres países invasores, Argentina, Brasil y Uruguay, enarbolaron la bandera del libre comercio para reducir a cenizas al Paraguay. Este país, culpable de insolencia o locura, había osado poner obstáculos a las mercancías de la industria británica y había cometido el atrevimiento de no deber ni un centavo a nadie.

Gracias a la libertad de comer­cio, nuestros países se han conver­tido en bazares. Así ha sido desde los lejanos tiempos en que los mercaderes y los banqueros usurpa­ron la independencia, que había sido arrancada a España por nues­tros ejércitos descalzos, y la pusie­ron en venta. Entonces fueron aniquilados los pequeños talleres que podían haber incuba­do a la industria nacional. Los puertos y las grandes ciudades, que arrasaron al interior, eligieron los delirios del consumo en lugar de los desafíos de la creación. En Venezuela he visto bolsitas de agua de Escocia, para acompañar el whisky. En Nicaragua, donde hasta las piedras transpiran a chorros, he visto estolas de piel importadas de Francia. En Perú, encerado­ras eléctricas alema­nas, en casas de pisos de tierras que no tienen electricidad. En Brasil, palmeras de plástico traídas de Miami.

La libertad de comercio es el único producto que los países dominantes fabrican sin subsidios, pero sólo con fines de exporta­ción. El más feroz proteccionismo ha hecho posible el poderío de los EEUU, el autoabastecimiento de Europa y la expansión del Japón. Los japoneses nunca dejaron entrar a Herodes a su cumpleaños infanti­les; cuidándo­se mucho, han creci­do tanto que han terminado por comprarse medio Hollywood y el Rockefeller Center.

Todos los antecedentes indican que la libertad del dinero se parece tanto a la libertad de la gente como Búfalo Bill se parecía a San Francis­co de Asís. Pero por respeto a la libertad de comercio, que es una forma de la libertad del dinero, los gobiernos demo­cráticos de España y Francia no tuvieron más remedio que vender armas a las carniceras dictaduras de Argentina y Uruguay, en años recientes. Y se supone que por idénticos motivos, y muy a pesar, EEUU se ve obligado a hacer un espléndido negocio vendiendo armas a Arabia Saudita, que no sólo es su principal cliente sino que además es, según Amnistía Interna­cional, el país que más viola los derechos humanos en el mundo.

En 1954, a Guatemala se le ocurrió practicar la libertad de comercio comprando petróleo a la Unión Soviética. Entonces EEUU invadió Guatemala, y en nombre de la libertad de comer­cio la castigó a sangre y fuego. Pocos años después, también Cuba olvidó que su liber­tad de comercio consistía en acep­tar los precios que EEUU le impo­nía. Cuba compró petróleo soviéti­co, las empresas norteamericanas se negaron a refinarlo y ahí se armó todo el lío que desembocó en Playa Girón y en el bloqueo. Han pasado más de tres décadas, y Cuba sigue expiando el pecado de creer que la libertad es libre.

El libre comercio de la oferta y la demanda, como los técnicos llaman a la dictadura de los precios en el mercado, ha obligado al Brasil, en más de una ocasión, a arrojar al fondo del mar buena parte de sus cosechas de café. No hace mucho, para defender el precio de la lana, Australia tuvo que sacrificar y enterrar 37 millones de ovejas, que bien podían haber dado abrigo y comida a tantos ham­brientos que en el mundo son.

En la declaración de Miami, los presidentes de las Américas afirman que “una clave para la prosperidad es el comercio sin barreras”. Para la prosperidad de quién, no queda claro. La reali­dad, que también existe y no es muda, nos da algunas pistas. La realidad nos informa que la libre circulación de las mercan­cías y del dinero, que desde hace algunos años se viene abriendo paso en América Latina, ha engor­dado más y más a los narcotra­fi­can­tes, que gracias a ella han encontra­do mejores máscaras y han podido organizar con más eficacia sus circuitos de distribución de drogas y lavado de dólares sucios.

También dice la realidad que esa luz verde está sirviendo para que el norte del mundo pueda dar rienda suelta a su filantro­pía, obsequiando al sur sus residuos nucleares y otras basuras.