Construyendo relaciones de solidaridad desde la base.

 

Jean Ann Bellini, Goiânia-GO, Brasil

Las personas que tuvieron el privilegio de crecer en un lugar donde las familias se conocían, donde algunas eran parientes, otras amigas; experimentaron esa seguridad que da el tener vínculos con otras gentes que comparten valores y costumbres. Estas personas crecieron con un sentido de pertenencia, no sólo a su propia familia, sino también a su comunidad, a su barrio, a la gente del lugar.
Otras personas acostumbraban a emigrar y, en el nuevo lugar, debían adaptarse a las costumbres y forma de vida de las familias que allí vivían. Al principio se encontraban extrañas, ajenas; pero, con el tiempo, creaban nuevos vínculos. Quienes emigraron junto con familiares o amigos, generalmente tuvieron más facilidad para adaptarse, y aun cuando costara un tiempo enraizarse en el nuevo lugar, tenían a su gente para relacionarse. 
En la región de la Prelatura de São Félix de Araguaia, al noreste de Mato Grosso, en las décadas de 1980 y 1990, la población era bastante diversa. En algunos municipios, la mayoría de las familias habían migrado del norte y noreste, en otros, la mayoría procedía de los estados del sur. Ya para los años 2000 había mucho “mestizaje” por toda la región con un flujo continuo de familias migrando de otros estados en busca de tierra para trabajar. En todos los municipios había sureños, norteños, nordestinos, de Goiás, de Minas Gerais, de São Paulo.
Frecuentemente, en los años de 1980 y 1990, llegaban grupos de familias, parientes, amigos, que se establecían en la misma región, cerca unos de otros. Los agentes pastorales nos dimos cuenta de que, en estos casos, el proceso de convivencia con los mayores del lugar era razonablemente fluido. Por el contrario, constatamos que algunas familias que migraban solas a un nuevo lugar, tenían dificultades para crear vínculos, adaptarse y se encontraban algo aisladas, al margen de la comunidad ya establecida.
Como agente pastoral de la Prelatura de São Félix do Araguaia y también de la CPT-la Comisión Pastoral de la Tierra-, mi misión era doble: promover la participación de las personas y las familias en la comunidad de fe y en las organizaciones populares. Nuestra experiencia de convivencia con la gente en pueblos y pequeñas ciudades confirmó que, en la mayoría de casos, esa participación favorecía la construcción de lazos de solidaridad y apoyo mutuo entre familias y personas. Así, cuando se presentaban situaciones adversas, estas familias, comunidades y organizaciones tenían mayor capacidad de resistir y superar los desafíos y dificultades que las familias y personas “desligadas”.
En lugares de mayor diversidad cultural, el proceso de planear festividades u otro evento de celebración era difícil, porque la gente de una región quería celebrar u organizarse de una manera y la gente de otra región quería otra. Incluso entre personas de la misma región, se daba un fenómeno similar en la organización de sindicatos y asociaciones: algunas personas valoraban más el orden de papeles y la burocracia, y otras favorecían más la acción. Estas diferencias, solían crear tensiones en los grupos.
Las tensiones son inevitables, pero el cómo se enfrenten puede variar mucho. Hay personas con un don para promover el diálogo, conversar, ayudar a la gente a hablar, tratar de entenderse, promover el consenso. Otras personas sólo insisten, repitiendo su opinión, como si los demás no estuvieran de acuerdo porque no entienden; mientras que otras personas guardan silencio, sin arriesgarse a opinar, porque detestan la discordia. En este último caso, algunas de las personas que permanecen en silencio durante las discusiones, luego salen hablando que no estaban de acuerdo y por eso permanecieron calladas.
Los agentes de pastoral acompañamos a muchos grupos y comunidades. Vimos algunos grupos disolverse, o al menos algunas personas abandonar el grupo, cuando las tensiones persistieron sin resolución, o cuando el grupo no pudo superar las tiranteces internas.
En mi experiencia, lo que marca la diferencia es el grado de pertenencia que las personas sienten hacia la comunidad, la asociación, el sindicato... y, en definitiva, a la causa común, al fin común. Y la pertenencia se construye – en el día a día- en las relaciones entre las personas, en las tareas conjuntas, en las aspiraciones frustradas, en los desafíos enfrentados y superados, en los éxitos y fracasos.
Pero para construir esta pertenencia, las personas que forman parte del grupo o comunidad necesitan sentirse reconocidas, escuchadas, valoradas, tomadas en serio. Ahí se enfrenta un dilema: ¿Qué tipo de liderazgo favorece el crecimiento del sentido de pertenencia? ¿Qué tipo de liderazgo lo dificulta?
Cuando una persona actúa de tal manera que trata a otras personas como sus ayudantes, dominando las conversaciones, haciendo preguntas y respondiéndolas a la vez, o cuando la otra persona habla, repitiendo sus palabras, como si sólo fuera su idea …, entonces el “vínculo” entre las personas del grupo se debilita, se va evaporando. Puede suceder que a otras personas les cueste sentir que la propuesta, la iniciativa, la decisión final fue, de hecho, construida colectivamente.
En estos casos, cuando la propuesta, la iniciativa, la decisión tomada tiene éxito, el/la líder se hace grande ante el grupo, pero cuando no funciona, el/la líder a veces acusa a los demás miembros del grupo de no haber atendido sus orientaciones. En estos casos, algunas personas acaban alejándose, abandonando el grupo.
   Un liderazgo constructivo, democrático, motiva a la acción colectiva del grupo, es decir, motiva a las personas a asumir, a realizar acciones colectivas. ¿Cómo? No da discursos largos, entabla conversaciones, hace preguntas, ESCUCHA A LOS DEMÁS, va tejiendo las estrategias, se toma el tiempo necesario para que la mayoría hable, dé ideas, opiniones… no fuerza el proceso. Para un liderazgo constructivo, el proceso es tan importante como el resultado. Cuando se llega a la conclusión, a las decisiones, lo que se asume colectivamente es más consistente y tranquilo, ya que la mayoría de las personas sienten que tuvieron voz y participación en el proceso. Puede ser que, en un futuro, otra persona se arriesgue a proponer algo, que se inicie un proceso diferente, no siempre esperando a que sea la misma persona la que dirija el grupo.
Una comunidad, una organización, puede tener más de un liderazgo. El liderazgo no se limita a quién fue elegido/elegida para dirigir, coordinar. Corresponde a ellos/ellas ejercer su liderazgo de manera solidaria, constructiva, evitando disputas, animando a más personas a hablar, a opinar.
Tradicionalmente, en las culturas campesinas, el hombre actuaba como cabeza de familia, asumía el papel de representante de la familia fuera de ella, decidiendo por ella. Durante mucho tiempo los roles sociales en el campo estaban bien definidos, lo que hacían los hombres era diferente a lo que hacían las mujeres. Pero más allá de la familia, en la sociedad, con el paso del tiempo y el mestizaje de culturas, más mujeres han asumido el liderazgo.
   Os cuento un caso para ilustrar y reflexionar sobre nuestra conversación. Durante las décadas de 1980 al 2000, desde la CPT, acompañamos a los Sindicatos de Trabajadores Rurales (STR) en los municipios de la Prelatura de São Felix do Araguaia. Había muchos conflictos por la tierra en la región y el STR atrajo a hombres valientes, que enfrentaron las amenazas y la violencia del latifundio. La mayoría de estos hombres ejercían el liderazgo enfrentándose al enemigo, desafiando la arrogancia de los agentes inmobiliarios en audiencias públicas, etc., pero esta forma no siempre funcionó bien dentro de los STR y asociaciones, en sus asambleas y reuniones.
   Recuerdo que, en un encuentro intersindical a mediados de la década de 1990, un líder sindical dijo que tal vez era hora de elegir mujeres para dirigir los STR, ya que tenían una forma diferente de dirigir. Otros hombres presentes estuvieron de acuerdo con él, y en los años siguientes varias mujeres fueron elegidas presidentas de sus STR y ejercieron muy bien un liderazgo constructivo.