Con las mujeres, Libre

Con las mujeres, Libre

Mercedes Navarro Puerto


La primera vez que recuerdo haber sufrido discriminación de género tenía 9 años. Mi padre le había puesto a mi hermano, menor que yo, un profesor de inglés. Cuando le expresé mi deseo de asistir yo también a las clases, no me dejó. «Eres una niña», adujo como la cosa más normal del mundo. Me quedé muda y perpleja. No entendía nada, y cuantas más razones pedía, menos entendía, sobre todo porque mi padre tenía un agudo sentido de la justicia y, además, quería que todas sus hijas estudiáramos. Me sentí injustamente tratada por ser una niña y me parecía algo tan absurdo… pero aquel hecho cambió para siempre mi mirada y mi percepción de la realidad, a la que, desde entonces, miro y percibo con una viva conciencia de género.

Como religiosa, como teóloga, psicóloga y pensadora feminista, comparto con muchísimas mujeres la tarea de construir un mundo más justo sustituyendo el sistema patriarcal, exterior e interior, por otro que se sustente en la igualdad y se desarrolle crítica e inclusivamente, para que ninguna persona sea descartada o quede excluida.

Mi forma de ser feminista y de estar en el feminismo ha ido evolucionando. Durante décadas, mi compromiso crítico feminista fue, sobre todo, luchador y reivindicativo. Me sumé a las olas del feminismo sobre la cresta de la libertad para que todas las mujeres pudieran acceder a ella. Tomé parte en la conquista de algunos logros, pero también compartí muchos sinsabores.

En los últimos años, mi perspectiva ha cambiado. Aunque sigue siendo necesario reivindicar y denunciar, focalizo mi propuesta en construir y crear aquello que deseo y quiero. Dedico mis mejores energías a crear y construir ese mundo nuevo con lo que soy y lo que tengo a mano («pensar globalmente y actuar localmente»): mi persona, mi pensamiento, mi escritura, mi horizonte compartido, mi nueva conciencia de la vida, de los demás, de la tierra, del cosmos y de la divinidad. Y, desde luego, en compañía de numerosas y muy diversas mujeres. La libertad que configura este horizonte no me la puede arrebatar nada ni nadie, ni más acá ni más allá de la muerte.

Las mayores satisfacciones y las más duras frustraciones, aunque no las únicas, las encuentro, como suele ser habitual, en los ambientes más cercanos: la Iglesia y la Vida Religiosa femenina, que constituyen mi contexto vital, el ámbito en el que me muevo y del que me siento más responsable. La Iglesia, Comunidad de comunidades, sigue siendo profundamente machista y patriarcal. No puedo decir que el machismo se manifieste solo y exclusivamente en los órganos de gobierno y estructuras de poder eclesial, porque, por desgracia, se encuentra en todos los lugares y se expresa de muy diversas maneras. La división clero-laicado refuerza continuamente el machismo y el patriarcado eclesiales, pero, como digo, estos van más allá y nos afectan a todas y todos por fuera y, sobre todo, por dentro. Es lo que ocurre en los demás ámbitos de la sociedad, con la diferencia de que en la Iglesia, el machismo-patriarcado se asienta en las creencias religiosas, que son mucho más fuertes, en general, que otro tipo de creencias. Pero en la Iglesia, también está presente y activo el feminismo, de eso no hay duda. Aunque muchas feministas se han marchado, otras muchas hemos permanecido, pues el feminismo no sólo no es incompatible con la fe cristiana y con el evangelio de Jesús, sino que encajan muy bien con una y otro. Rasgos del feminismo como la horizontalidad, la circularidad y la inclusividad, son elementos de la Buena Noticia del Reino proclamada por Jesús y afirmada por sus seguidoras y testigos de la Pascua. Por otro lado, la Iglesia somos también nosotras y su claroscuro patrimonio también es nuestro. Además, las mujeres estamos recuperando la impresionante historia de libertad y afirmación de muchas, muchas antepasadas de nuestra historia cristiana. Feminismo y libertad son inseparables y forman parte del horizonte emergente.

La libertad, como reconocen algunos pensadores y pensadoras, da mucho miedo. La deseamos y la tememos a un tiempo. La libertad de las mujeres, su afirmación como personas plenas, de derechos y deberes, parece horrorizar a ciertos sectores de la Iglesia. El miedo, sin embargo, no puede con la fe y muchas de nosotras somos mujeres de una fe fuerte forjada en la duda, la incertidumbre, los riesgos y la mejor conciencia crítica. Las consecuencias del miedo que infunde la libertad de las mujeres duelen. Las que más me duelen a mí tienen que ver con la Vida Religiosa de las mujeres, en general, y con mi congregación, en particular, la que más conozco y en la que vivo. Por gracia, nací y crecí bajo el espíritu mercedario. Mi biografía se escribe desde la línea transversal del espíritu de liberación. Mi persona respira la libertad evangélica y la misión liberadora, legado de Jesús y su Reino, y eso tiene consecuencias positivas y también dolorosas, como las tuvo para Jesús y sus seguidoras y seguidores. Nada se juega en la dicotomía blanco-negro, sino en la infinita gama de los colores. En mi familia mercedaria he encontrado facilidades y caminos de libertad, pero también impedimentos y obstáculos para su ejercicio. Sin duda, me habría sucedido lo mismo en cualquier parte. Mi percepción del estilo de vida que llamamos Vida Religiosa (de las mujeres) es, contra las creencias al uso, positivo y optimista. Lo veo mutar, lentamente, y a veces observo mucho miedo a una muerte que yo considero una transformación. Ante los indicios de cambio, me siento eufórica por dentro, aunque por fuera apenas encuentro las palabras para decir lo que veo, lo que intuyo, lo que respiro en el aire, lo que se asoma en el horizonte.

Tuve la inmensa suerte de estudiar Biblia y poder dedicarme a la exégesis y la interpretación de los textos bíblicos. En esta tarea ejerzo la libertad, mi libertad. En ella, sobre todo, aprendo libertad, tanto por lo que los textos me ofrecen, cuanto por lo que provocan en mí. Me siento profundamente agradecida y nunca lo expresaré suficientemente.

El modo en que somos tratadas las mujeres en todo el planeta y la persistencia del machismo, en su amplia gama de manifestaciones, deja claro que las mujeres somos consideradas menos humanas que los varones. Prueba inequívoca e irreversible de ello es la desproporción existente en todo el planeta entre los feminicidios acaecidos y la alarma social, mínima, que provocan. La muerte de las mujeres no parece valer lo mismo que la muerte de los varones y la inmensa mayoría de los feminicidios permanece interesadamente ocultada, suprimida. Pero también son indicios de dicha infravaloración las infinitas humillaciones y vejaciones, cada vez más crueles y sofisticadas, a que somos sometidas las mujeres en todas partes, en todas las áreas de la vida, a todas las edades, en todas las direcciones y de todas las maneras. Ninguna entidad, ninguna nación, ninguna religión ni iglesia ha sido capaz de levantarse eficazmente contra esta terrible lacra. La práctica omnipresencia del patriarcado, como sistema multiplicador de opresiones, impregna sociedades, culturas, hábitos, creencias, instituciones, medios de comunicación de masas, comercio, explotación, grupos, hombres y mujeres, niños y niñas, homosexuales y transgéneros… y cambiar este hecho parece una labor titánica, si no imposible. Sin embargo, es una tarea humana y posible. Puede tardar más o menos, pero el cambio profundo llegará si no cejamos en nuestro intento.

La profundidad del patriarcado y su arraigo en la conciencia se manifiesta, como apuntaba, en la percepción más o menos consciente de que las mujeres somos menos humanas que los varones, lo que parece justificar y dar cierta impunidad al trato discriminatorio. Es fundamental, obviamente, cambiar esta percepción, porque mientras persista, los avances seguirán siendo frágiles y poco sólidos y estarán expuestos a retrocesos cuyos efectos afectan a toda la realidad, particularmente a las personas y grupos empobrecidos y más vulnerables.

Ante este reto, a corto, medio y largo plazo, considero imprescindible una buena teología feminista, porque está profundamente comprometida con la realidad. La teología feminista apuesta, desde sus inicios, por lo más vulnerable de lo vulnerable, las mujeres; está comprometida con la transformación del mundo y de todo sistema injusto y, por ello, fue y sigue siendo necesaria. Reclama ir sin prisas, pero sin pausas, pues, como dice un antiguo lema, «vamos despacio porque vamos lejos».

 

Mercedes Navarro Puerto

Madrid, España