Cambiar de verdad de milenio

Cambiar de verdad de milenio
Estructuras milenarias pendientes

José COMBLIN


El autor lanza su mirada al conjunto del segundo milenio y trata de descubrir en él cuáles han sido los hechos más de fondo que han marcado el caminar de la Historia, a veces por caminos alejados del evangelio...

Cambiar de verdad de milenio es cambiar esas actitudes de fondo que están en nosotros inconscientemente muchas veces, arrastrándose ya desde el viejo milenio...

En: Teologia aberta ao futuro, Fabri (org.), Soter, São Paulo 1997, p. 187ss

El milenio del imperio

Al comenzar el segundo milenio (después de Gregorio VII), la Iglesia cristiana occidental se estructuró según un esquema imperial, el esquema del Imperio romano, y la teología fue orientada a explicitarlo y legitimarlo.

La visión imperial se vincula con la interpretación aristotélica del mundo y la visión que prevaleció en el período helenístico y en el sistema romano. En ella el mundo es concebido como constituido por dos partes: el cielo y la tierra. El cielo muestra la manera perfecta de ser: una armonía de seres celestiales en la que cada uno tiene el papel que corresponde a su naturaleza y obedece a un orden perfecto. Porque la perfección del ser es el orden. Este está predeterminado, y se expresa en naturalezas fijas, inmutables, eternas. La inmutabilidad es la cualidad más elevada del ser.

Debajo del cielo está la tierra. En ella debe haber un orden que sea una imitación del orden del cielo, de tal manera que cada naturaleza ocupe el lugar que le corresponde y desempeñe la función que le permite contribuir a la armonía del conjunto. Ese orden es el Imperio. El emperador está encima y mantiene el orden del universo. Bajo él están sus oficiales, que le asisten en su función de gobierno, así como los planetas se subordinan al sol. Cada ser terrestre tiene su naturaleza: hombres y mujeres, libres y esclavos, comandantes y comandados. Hay una jerarquía entre los seres terrestres como la hay en el cielo.

Ahora bien, en el segundo milenio la Iglesia quiso ocupar el lugar del Imperio. Fue la sociedad perfecta que imita en la tierra el orden eterno del cielo. Ante la incapacidad creciente de los emperadores germánicos de mantener la unidad imperial, el Papa reivindicó para sí ese papel. El monarca de la “sociedad cristiana” es el Papa y bajo él la iglesia se organiza con orden, poniendo cada cosa en su función específica. La Iglesia está hecha y organizada de acuerdo a una jerarquía. La distinción principal es la que separa al clero de los laicos. Clérigos y laicos son los órdenes principales de la cristiandad.

Esta concepción está tan fuertemente arraigada que los textos del Vaticano II en el tema eclesiológico no lograron cambiar en la realidad concreta las estructuras que habían sido construidas durante el milenio que llega a su fin. La inmutable separación entre clérigos y laicos no fue afectada hasta ahora por las orientaciones conciliares, y el derecho canónico -que todavía hoy es la teología que vale en la práctica, como siempre lo fue durante todo el milenio- no cambió de forma apreciable.

Algo muere con este milenio...

Desde siempre, las religiones, y también el judaísmo y las primeras generaciones cristianas se expresaron en un lenguaje simbólico y mítico. En el segundo milenio la teología substituye el lenguaje simbólico por el lenguaje de los conceptos. El conocimiento de las naturalezas se hace por medio de los conceptos. Lo contingente, lo variable, lo particular... no es objeto de ciencia; sólo las naturalezas. Lo particular es objeto de opinión, de mitos, en fin, de formas inferiores de conocimiento que no revelan las verdades eternas del ser. Los conceptos permiten conocer la verdad que se puede enunciar en forma de proposiciones eternas, siempre válidas. Eso es la ciencia.

De esta forma, con el segundo milenio la verdad cristiana se transformó: pasó del estilo narrativo y simbólico al estilo de definiciones y de relaciones entre naturalezas. Los Concilios generales, la Edad Media y sobre todo los Concilios de Trento y el Vaticano I son modelos emblemáticos de esa transformación del cristianismo. La verdad era la historia de Jesús; ahora la verdad es un conjunto de dogmas que pretenden definir esencias de realidades reveladas por Dios. En lugar de la Verdad, la teología publica “verdades” enunciadas en forma de conceptos universales. De los mitos se extrajo verdades universales. Se perdió la flexibilidad y la capacidad infinita de renovación de los mitos.

La teología se hizo una ciencia reservada a los especia-listas: los pobres, que usan un lenguaje mítico o metafórico, nunca tendrán acceso a la ciencia de la fe; nunca podrán llegar a contemplar la verdad en todo su esplendor. La revelación de Dios adquirió la forma de sentencias rígidas e irreformables. La encíclica Splendor Veritatis ha expresado el momento culminante de esa teología, porque define clara-mente lo que ocurrió con la Verdad en el sistema imperial del segundo milenio. Llegamos al final del mismo con la expresión más aguda del movimiento que lo animó en todo su desarrollo. Ahora sabemos mejor lo que está muriendo: esa concepción de teología integrada en la cristian-dad imperial.

Rupturas para el nuevo milenio

Mientras el esquema de cristiandad y de teología conceptual ha permanecido intacto, ha sido imposible asumir la centralidad que la opción por los pobres tiene en el mensaje cristiano.

No fue por capricho que Juan XXII condenó la doctrina de los “espirituales franciscanos”, pues en la “cristiandad” no hay lugar para una oposición entre pobres y ricos, aunque esta sea funda-mental en el Nuevo Testamento. Entra en contradicción con el postulado de la unidad de la sociedad cristiana y con el orden social impuesto por las leyes naturales, es decir, divinas. Dios quiere que los pobres y los ricos permanezcan cada uno en su lugar, cumpliendo cada cual sus deberes, que derivan de su situación en el mundo.

En este siglo XX, último del milenio, esta visión medieval sufrió repetidos asaltos, que no lograron derrumbarla de forma definitiva. La estructura de cristiandad es la que todavía hoy está en vigor en la práctica.

La teología de la liberación latinoamericana opuso un modelo radicalmente diferente, pero sin hacer una relectura completa de los concilios, sobre todo del de Trento. Y sin esa relectura es imposible que la Iglesia se deje reestructurar según el modelo de las CEBs, por ejemplo. De hecho, todos los intentos hechos hasta ahora terminaron en frustraciones.

La teología de las mujeres es la que más contesta -desde los fundamentos mismos- el esquema teológico del milenio que ahora concluye. Pues el modelo imperial es incompatible con la liberación de las mujeres.

Cambiar de verdad de milenio

Análisis de coyuntura de la Iglesia católica ante el cambio de milenio

Clodovis BOFF

Más allá de las coyunturas con que nos las habemos, a veces hay estructuras de fondo, que vienen de atrás, de todo el segundo milenio, que fue, a su vez, muy distinto del primero. Conviene mirar al fondo, mirar lejos, más allá de la superficie de las coyunturas. La oportunidad pasajera del cambio de milenio en el calendario (1999-2000) debemos aprovecharla para forzar a la Historia a abandonar de una vez el lastre de esas estructuras milenarias inadecuadas, sin angustiarnos demasiado por la inercia tanto de las estructuras como de las coyunturas.

En: Clodovis BOFF - Ivo LESBAUPIN - C.A. STEIL, Para entender a conjuntura atual, Vozes, Petrópolis.

Dos proyectos en tensión

Mirando el caminar actual de la Iglesia católica, descubrimos dos proyectos en curso que atraviesan la institución:

a) El proyecto centralizador, llevado adelante por el Centro: el Vaticano, con el Papa y la Curia Romana. Es un proyecto que tiene un doble frente: conservador por dentro y libertario por fuera.

Se trata del proyecto de una Iglesia centralizada (para dentro) y que busca una presencia social fuerte, compacta (hacia afuera). El eje, ahí, es la autoridad jerárquica, con su poder de mando para exigir obediencia a las bases. Ahí la restauración interna de la autoridad es vista como condición de la “reconquista” cristiana de la sociedad. Pero tanto hacia fuera como hacia dentro, se trata de una Iglesia “autoritaria” o de “poder”. Es la imagen de una Iglesia “maestra”. Hoy día ese proyecto es claramente el hegemónico.

b) El proyecto de participación. Ahí el eje es la propia comunidad de los fieles en su vida y misión. Se trata, hacia adentro, de una Iglesia de diálogo, y, para afuera, de una Iglesia socialmente fermentadora y profética. Es la imagen de una Iglesia “hermana”, “compañera”.

Esos dos proyectos, con su respectiva dinámica, están en tensión dialéctica uno con otro. Componen orgánica-mente la misma Iglesia: no la rompen. No son proyectos frontalmen-te antagónicos, porque se enraizan ambos en la misma estructura dogmática de la Iglesia: la misma fe, los mismos sacramentos y los mismos pastores. Por eso, hay entre ellos contraposiciones y al mismo tiempo composiciones. Por ejemplo, la “opción por los pobres” pertenece a ambas tendencias, aunque sea entendida y vivida de modo distinto.

Un cambio de proyecto en los 80

Podríamos dividir el período pos-terior al Vaticano II en dos partes: la primera, de aproximadamente 20 años (1965-1985), en la que predominó el proyecto “participativo”; la segunda, los casi quince años siguientes (1986ss), marcada por el ascenso creciente del proyecto “centralizador”, que hoy consigue una hegemonía tranquila. ¿Por qué ese giro?

El Vaticano II desató una “revo-lución cultural”, pero una revolución que no llegó a institucionalizarse. Y donde se institucionalizó (las CEBS, diversas instancias asamblearias) no fue canonificada. Por eso, no quedó garantizada en el tiempo. Esa fue su flaqueza. El vino nuevo fue puesto en odres viejos.

Lo centralizador es la estructura

En realidad, el proyecto/dinámica/modelo “autoritario” de la Iglesia no es meramente coyuntural. Representa una estructura histórica que cumple un milenio de vida. Viene desde Gregorio VII, al comienzo del segundo milenio, cuando se dio lo que Yves Congar llamó el “giro eclesiológico”. Coyuntural es sólo el hecho de que haya sido retoma-da después del Concilio, y vigorosa-mente. Se trata sólo de una “marea alta” en el océano de la romanización que se ha dado en todo este segundo milenio.

Esto muestra la gravedad de lo que está en cuestión, a saber: la estructura histórica misma de la Iglesia, y no sólo una coyuntura transitoria. Eso no obsta para que puedan surgir coyunturas orgánicas, favorables al cambio de línea de un modelo de participación. Pero, en la mayoría de los casos, las coyunturas abiertas son:

a) coyunturas muy localizadas (comunidades, parroquias, diócesis...): islas de participación en un mar de autoritarismo;

b) y coyunturas globales precarias por no estar garantizadas. Son coyunturas controladas y por eso transitorias. Pues las alternativas que proponen son posibles sólo porque son consentidas por la autoridad y porque no tocan las estructuras institucionales de fondo de la Iglesia, aquellas relativas al poder central (papa y curia) y al poder efectivo de los órganos conciliares y colegiales en sus varios planos: con-cilios, Sínodos, Conferencias, Asambleas y Consejos. El proyecto centralizador tiende a reabsorber los nuevos impulsos y a neutralizar su carácter transformador.

Por eso, para analizar correctamente las coyunturas de la Iglesia, hay que tener en cuenta tres niveles: a) la coyuntura propiamente dicha, hoy recentralizadora; b) la estructura histórica de la Iglesia, que, desde hace todo un milenio -el que ahora acaba- es centralista; y c) su naturaleza dogmática (bíblico-teológica), según la cual la Iglesia es constitucional-mente comunión/comunidad de fieles.

Es sobre la base de esa fuente última de legitimidad como son posibles en la Iglesia recurrentes procesos de reforma. Si el primer milenio fue “de comunión”, y el segundo fue “de poder”, quién sabe si el tercero pueda ser “del poder de la comunión” y “de la comunión en el poder”, en términos de corresponsabilidad y de servicio recíproco.

La propuesta predominante actual-mente es la de una Iglesia de autoridad/obediencia y no la de una Iglesia comunión/participación. Esta es una propuesta subalterna, que sufre la hegemonía holgada de la primera. La coyuntura regresiva de hoy, digámoslo otra vez, no hace más que reto-mar un dinamismo mayor que moldeó la estructura histórica (no dogmática) de la institución eclesiástica en el presente milenio que concluye.

Esta coyuntura durará por lo menos mientras dure el actual pontificado. Podrá cambiar según qué Papa le suceda. En verdad, es tal el poder que detenta el Papa en la Iglesia católica que ésta es, en cierta forma, “a su imagen y semejanza”. Así, el punto más fuerte del proyecto centralizador se muestra también, paradójicamente, como su punto más flaco.

Qué hacer

1. Insistir en la idea de una Iglesia participativa. Es un ideal que tiene múltiple legitimación teológica y espiritual: a) tiene base neotestamentaria: representa el sueño de Jesús; b) sigue la práctica eclesial de los primeros cristianos; c) fue la práctica normativa y normal de toda la Iglesia antigua; d) es también el modelo más adecuado para los tiempos modernos, sensibles a los anhelos de libertad y participación (democracia).

Estamos pues ante una verdadera “gigantomaquia”, pues se trata de desverticalizar todo un sistema de organización eclesiástica que ya dura un milenio, a fin de crear otro nuevo. En cuanto al papel de la necesaria jerarquía, es preciso repensarlo dentro de otro esquema organizativo: en un contexto de sinodalidad y colegialidad. Ahora, la estrategia concreta de este embate tendrá que darse entre la comunión con la Iglesia y el coraje de la profecía.

Aunque se trate de una obra secular, de siglos [de todo un milenio], importa saber que la historia puede en cualquier momento presentar coyunturas favorables a cambios estructurales. Los grandes caminos comienzan con un primer paso. Por lo demás, el proyecto de una “Iglesia participación” no es sólo “un proyecto”; es un proceso real: las actuales prácticas eclesiales en las comunidades de base, en las asambleas pastorales... caminan por ahí. Parece incluso un proceso irreversible, al menos en términos de “tiempos largos”. Así, el punto más flaco del proceso participativo se muestra en verdad como el más fuerte.

2. Proseguir en la misión de profetismo social de la Iglesia, tomando siempre el destinatario, tanto el pobre como el moderno, como sujeto y no como objeto. Y buscar la transformación profunda del actual sistema, el capitalismo de mercado. Es una convicción irreversible de este fin de milenio que el compromiso liberador en pro de la justicia para con los pobres es un integrante constitutivo -si no esencial- de la fe cristiana.

3. Avanzar en la construcción de una Iglesia inculturada en su liturgia, lenguaje y organización. Es condición para una Iglesia renovada asentar raíces en el corazón del pueblo, establecerse y fructificar.

4. Recuperar las raíces espirituales y místicas del cristianismo, de modo que reponga la reserva de sentido para la vida y la acción de los cristianos en el mundo. Sólo así la fe podrá continuar cualificando el ser de los cristianos en su compromiso social y en su propósito de reforma eclesial. Eso es una exigencia de la constitución íntima del cristianismo, además de ser un imperativo de estos tiempos de transición epocal.